Las noches en Lierhart eran más silenciosas de lo que deberían. El palacio parecía dormir profundamente bajo el cielo de estrellas, pero no todos los que vivían en él compartían esa quietud.
Esa noche, Elijah caminaba por los jardines traseros con paso apresurado, envuelto en una capa negra. Tras él, una joven pueblerina lo seguía con la mirada baja. No era la primera vez. Elijah le pagaba bien por su silencio, por fingir que no existía después del deseo, por marcharse sin hacer preguntas. Él creía tener todo bajo control.
Pero no lo sabía: esa noche estaba siendo observado.
Una figura entre las sombras, envuelta en un manto gris, permanecía inmóvil junto al muro del establo. Era Eloís. Y sus ojos morados no parpadearon ni una vez mientras lo veía desaparecer por el pasillo oculto. Él no la reconoció. Caminaba como un dios entre mortales, sin imaginar que había alguien con su misma sangre, su mismo rostro… su misma maldición.
Pero ella sí lo sabía.
Y esa noche, su alma dolió. No por la joven a la que él usó. No por la mentira repetida. Dolió por la verdad oculta, por los años robados. Dolió por ella.
Volvió a su cuarto con el corazón encendido. Esa furia, que había aprendido a disfrazar con silencio, ahora pedía gritar. Tomó papel, pluma… y escribió. Una carta. Breve, directa, imposible de ignorar:
“¿Por qué no preguntas por mí?
¿Acaso no notas que tienes una hermana?
¿Por qué eres tan cruel con quienes no pueden defenderse?
¿Acaso te enseñaron a reinar… o a pisotear?”
No firmó. Solo dejó una flor azul junto al sello. Una hydrangea. Un símbolo de su encierro.
Horas después, Elijah encontró la carta en su escritorio. Apenas la leyó, su ceño se frunció. Su orgullo ardía. Su lengua, acostumbrada al elogio, no toleraba ser desafiada. Menos por una sombra del pasado.
Y entonces, la vio.
Ella estaba allí. En su terraza. Como un espectro vivo. El cabello blanco suelto, brillando con la luna. Su rostro… su rostro era el suyo. Pero en calma. En rabia. En dignidad.
—¿Qué haces aquí? —espetó Elijah, con una mezcla de sorpresa y asco.
—Quería ver si aún quedaba algo humano en ti —respondió ella, sin moverse—. Pero no encuentro nada.
—¿Tú eres la que escribió esto? —gritó, agitando la carta frente a ella—. ¿Quién te dio permiso de tocar mis cosas?
—¿Quién te dio permiso de olvidarme? —preguntó con voz baja pero firme—. Soy tu hermana, Elijah. Nacimos del mismo vientre. ¿Nunca te preguntaste por qué nadie hablaba de mí?
Elijah la miró como si fuera una enfermedad que regresaba después de años.
—Eres un error. Una grieta en la profecía. No debiste nacer —masculló, acercándose con los puños apretados.
—Y sin embargo aquí estoy. Respirando lo que tú respiras. Y con la misma sangre maldita que tú —dijo, dando un paso al frente—. Tú eres el favorito, el brillante. Pero yo… yo soy la verdad que el reino quiso enterrar.
Entonces Elijah perdió el control.
Con un rugido ahogado de odio, la agarró brutalmente del cabello y la arrastró hacia dentro de la habitación. Eloís cayó al suelo, pero no lloró. No gritó. Solo lo miró con desprecio.
Eso lo enfureció más.
—¡No me mires así! —gritó mientras le daba una patada en el estómago—. ¡No tienes derecho!
Otro golpe. Esta vez en la mejilla.
—¡Tú no eres nadie! ¡Nadie!
Sangre le corrió del labio, pero Eloís se incorporó con una sonrisa casi silenciosa.
—¿Y si la que no soy nadie es la única que puede destruirte?
Elijah dio un paso atrás, turbado. Pero ya era tarde. Los guardias, alertados por los gritos, entraron.
—¡Padre! ¡Madre! ¡Ella entró a mis habitaciones! ¡Me atacó! —gritó, manipulando la escena como sabía hacerlo.
Los reyes no preguntaron. No dudaron. Solo dieron la orden: “Que sea encerrada. Sin comida. Sin luz. Sin palabra.”
Y así fue.
Esa noche, Eloís volvió al cuarto donde nació su olvido. Esta vez, sin comida. Sin agua. Solo con el sabor de su propia sangre en la boca y una nueva certeza quemándole el pecho:
Esto no termina aquí.
Porque si el reino la quiso invisible…
Ella se encargaría de que la vieran.
Y una vez que la vieran…
que nunca más pudieran dormir en paz.