Elijah volvió al palacio justo antes del amanecer, con la misma tranquilidad con la que solía regresar de cualquier banquete o cita prohibida.
Se despojó de su capa, bebió una copa de vino, y caminó por el pasillo principal como si nada hubiera ocurrido.
Ni una gota de culpa.
Ni una palabra sobre la laguna.
Ni un pensamiento por la hermana que ya no respiraba.
Para él, Eloís había sido un error… corregido.
Ese día, su rutina fue la de siempre: entrenamiento, reuniones, falsas sonrisas. En su interior, solo el mismo ego intacto. Nadie notó nada distinto. Ni él.
Hasta que cayó la noche.
El primero de noviembre no terminó como cualquier otro. Mientras los sirvientes cerraban las puertas del ala este y las flores nocturnas soltaban su aroma dulce al aire frío, algo cambió en el palacio.
Todo empezó con un sonido.
Un leve chapoteo. Agua goteando donde no debía.
Elijah, curioso pero indiferente, salió de su habitación y observó el pasillo. El mármol brillaba como siempre, pero allí, en línea recta hacia su habitación, había huellas. Pequeñas, descalzas. Mojadas. Iban desde el extremo del pasillo… directamente a su puerta.
Frunció el ceño.
—¿Quién ha entrado mojado? —murmuró, como si una respuesta fuera a llegar del aire.
Entonces, risas.
Agudas. Infantiles. Lejanas y cercanas a la vez. Niñas corriendo. Niñas… jugando.
—¿Sirvientas? —dijo para sí, molesto—. A esta hora… ¿niñas jugando?
Pero no había nadie. Ni una figura. Ni un susurro más.
Ignoró todo. Se metió en su habitación y cerró la puerta.
Si algo había aprendido en su vida era a ignorar todo lo que le incomodaba.
Se quitó la camisa, apagó las luces, y se acostó.
Pero el sueño no llegó.
Pasadas las tres de la madrugada, su cuerpo se estremeció.
Un frío imposible le recorrió la piel, y al abrir los ojos… vio que su ventana estaba abierta de par en par.
El viento arrastraba las hojas de su escritorio. Volaban por el aire, girando como mariposas enloquecidas hacia la noche. Algunas salían por la ventana, otras caían al suelo en silencio.
Se incorporó.
—¿Otra vez el viento? —gruñó, caminando hacia la ventana.
La cerró de golpe, sin mirar hacia afuera. No notó las marcas de dedos húmedos en el cristal. Ni la flor azul que alguien había dejado junto al marco.
Volvió a la cama. Esta vez, el sueño llegó, pero no fue un descanso. Soñó con niñas que reían entre las columnas. Con pasos suaves en su pecho. Con ojos violetas observándolo desde el fondo del lago.
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Al día siguiente, el 2 de noviembre, durante el desayuno, Elijah decidió mencionarlo.
—Anoche… sentí algo extraño. Oí risas. Pequeñas. Como niñas jugando. Y había huellas mojadas en mi pasillo.
Sus padres intercambiaron una mirada.
—Nosotros también las escuchamos —dijo su madre, bebiendo lentamente su té—. Pero no vimos huellas.
—¿Y no hay niños en el palacio? —preguntó Elijah, incómodo.
—Ninguno —respondió su padre, más serio de lo habitual—. Solo silencio. Solo nosotros.
La habitación quedó en silencio. El clima se sentía más espeso, como si algo invisible se hubiera sentado con ellos en la mesa.
Nadie lo dijo, pero todos pensaron lo mismo.
Las niñas están regresando.
Y esta vez…
no quieren jugar.