Tus últimos seis días

✦ Capítulo Cinco — Donde las estrellas comienzan a caer ✦

El sol del 2 de noviembre fue tibio, engañoso, como si aún quedara paz en Lierhart.

Elijah, acostumbrado a moverse en la sombra, salió esa mañana al pueblo. Sus pasos eran firmes, su túnica impecable, su sonrisa vacía. Quería sentirse adorado, deseado, necesario.

Pero al llegar a la plaza, sus ojos se cruzaron con alguien que una vez le perteneció.

La pueblerina de ojos tristes —aquella que solía obedecer en silencio— estaba allí, comprando pan. Lo miró.

Solo eso: lo miró.

Pero su mirada ya no era de deseo.

No era de miedo.

Era de indiferencia.

Y luego, simplemente se marchó.

El corazón de Elijah ardió. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía caminar como si él no fuera el sol que calentaba el mundo?

Volvió al palacio, furioso. El orgullo, que siempre había sido su escudo, se le clavaba como espinas por dentro. Pero la furia no fue lo único que lo acompañó.

Esa tarde… comenzaron los susurros.

Voces, dentro de su cabeza.

No gritaban. Reían.

“¿Recuerdas a la criada que hiciste llorar?”

“¿Recuerdas los caballos, y cómo mataste al más dócil solo por placer?”

“¿Recuerdas cómo arrastraste a tu hermana por el pelo?”

“¿Recuerdas… lo que hiciste en el lago?”

La voz no era una.

Eran muchas.

Eran todas.

Y no podía apagarlas.

Esa misma tarde, en el ala principal del palacio, los reyes ofrecían un discurso ante los nobles.

Había sonrisas falsas, brindis con copas llenas de mentiras, y palabras vacías que hablaban de gloria eterna.

Pero algo no estaba bien.

La reina comenzó a mover sus manos lentamente, mirando a su alrededor con la piel erizada.

—¿Quién me aprieta la mano? —susurró, temblando—. ¿Quién… me está tocando?

El rey la miró con el rostro pálido.

Porque él también lo sentía. Pequeñas manos frías, como las de una niña. No una. Tres.

Y entonces, lo imposible ocurrió.

Detrás del cristal del gran ventanal, frente a toda la corte, tres figuras aparecieron.

No estaban del todo vivas.

Ni del todo muertas.

Eran niñas.

Rubias. Con coronas marchitas. Vestidos desgarrados por el tiempo.

Allora. Alva. Althea.

Brillaban como soles rotos, estáticas, mirando hacia dentro como si por fin alguien las estuviera escuchando.

—Queremos salir…

—Queremos jugar, mamá…

—¿Ya podemos salir a jugar?

La reina soltó un grito que hizo temblar las columnas. Corrió por el pasillo sin mirar atrás, sin dignidad, sin aire.

El rey se quedó allí.

Dio un paso.

Luego otro.

Pero no dijo nada.

Solo siguió con su discurso.

Con los labios secos.

Con el cuerpo hecho hielo.

Esa noche, Elijah se quebró.

El palacio entero parecía cambiar a su alrededor. Ya no era un hogar. Era un espejo torcido que devolvía rostros que él no quería ver.

Dondequiera que iba… ella estaba allí.

Eloís.

De pie en los pasillos.

Sentada en su cama.

Mirándolo desde los espejos.

—¿Dónde me arrojaste, hermano? —le preguntaba—. ¿Dónde me enterraste?

—¿Por qué fui menos? ¿Por qué no eras tú el sacrificio?

Trató de ignorarla.

Pero ella no se iba.

La veía reflejada en el vino, en el vapor del baño, en las páginas de sus libros.

Su voz retumbaba en las paredes, y cada vez que Elijah cerraba los ojos, ella estaba más cerca.

Mientras tanto, en los aposentos reales, los reyes hablaban por última vez.

—Nos equivocamos… —dijo la reina, con las manos temblorosas—. Les robamos la vida. Las negamos. Las ofrecimos como si fueran piedras. Como si no dolieran.

—No… no sabíamos que iban a volver —susurró el rey, con los ojos enrojecidos—. Pensé que el cielo nos daría perdón.

—Pero el cielo… nunca respondió.

Y esa fue la última conversación que tuvieron.

Esa noche, mientras Elijah gritaba entre sombras, sus padres pusieron fin a sus vidas.

Sin cartas.

Sin explicaciones.

Tal como habían hecho con sus hijas.

3 de noviembre.

Elijah despertó con la garganta seca y los músculos tensos. Su habitación olía a humedad y a flores podridas.

Fue al cuarto de sus padres, como si pudiera fingir normalidad.

Abrió la puerta.

Allí estaban.

El rey, en la silla de lectura.

La reina, en el diván.

Los ojos blancos.

Los cuerpos fríos.

Las bocas, ligeramente abiertas… como si aún quisieran decir algo.

Elijah no gritó.

Solo cayó de rodillas.

Porque por primera vez en su vida, entendió lo que era el silencio que grita.

Y cuando levantó la vista, frente a él, de pie junto a sus padres muertos,

estaba Eloís.

Pero esta vez no hablaba.

Solo lo miraba.

Con ojos morados.

Con un corazón que ya no latía… pero que ardía más que nunca.




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