último Soplo de Fe

04: Mírate

 

 

Aliviado, Izan respiró profundamente antes de abrazar con euforia y entusiasmo a sus padres, al igual que a su mejor amigo. Pasó de estar preocupado, nervioso y sentimental, a estar más que feliz ante tal noticia, aunque claro, quería escuchar personalmente los detalles de la misma por parte de médico que atendió a Nainari.

Ya más tranquilo, se acercó con uno de los doctores que andaban por ahí para preguntar por el estado de salud de su esposa, les dio su nombre; el doctor con el que había conversado no había estado presente en el quirófano, pero sabía que el departamento de ginecología había apartado el quirófano 4 para esa misma mañana.

Éste se alejó, prometiendo regresar muy pronto con noticias de su mujer.

Los minutos pasaron, Izan temblaba de felicidad y, ya sentado en la sala de espera, no podía evitar hacer lo mismo con su pierna. Sin embargo, se encontraba más satisfecho con el simple hecho de saber que la cirugía había sido todo un éxito.

 

El doctor anterior regreso junto al jefe de cirugía, quien se veía ligeramente más alto que el otro, además de ser acompañados de un grupo de internos para darle un expediente más detallado sobre la cirugía; un joven de cabeza redonda con lentes empezó a narrar que Nainari ya estaba siendo trasladada a su antigua habitación, que lograron sacarle el tumor/quiste, que, efectivamente la operación fue todo un éxito pero que estaba delicada y necesitaban mantenerla en observación durante ocho días.

Izan suspiró, asintió y agradeció a los doctores por su atención. El jefe de cirugía dijo que el grupo de internos se harían cargo de ella, pero que cualquier cosa que necesitara, lo llamarán.

Se marchó, y el grupo de internos guiaban a la familia con Nainari, mientras uno de ellos explicaba que el horario de visitas era a partir de las tres de la tarde y que se cerraba a las ocho de la noche.

—La paciente está dormida—prosiguió una doctora; la más alta de los tres al llegar a la habitación—, y solo puede pasar uno por uno. Los demás, favor de esperar aquí afuera.

 Izan, quien iba hasta en frente, asintió con la cabeza. Los doctores se marcharon. Los papás de Izan se miraron entre sí para después dirigir la mirada hacia su hijo. William le palmeó el hombro animándolo a entrar.

—¡Vamos, hermano! —soltó William en voz baja—Tú debes ser el primero.

Izan volteó a ver a sus padres quien le devolvieron el gesto. Asintió prometiendo no tardar mucho. Entró por la habitación con sigilo. Su camilla era la última, en la esquina que colindaba con la ventana. La luz daba directo en su pequeña mano izquierda. Tenía los ojos cerrados y su respiración apenas era yaciente. Sus labios estaban resecos, al igual que su cabello; pequeño, lacio y teñido a color blanco; un poco descuidado, pero igual de hermoso que ella.

Sonrió, se acercó a tocar aquella mano que podía ser tan simple e igual a las demás, pero con la diferencia de que le pertenecía a la mujer que amaba. La besó y no pudo evitar recordar la primera vez que lo hizo; le regaló unas flores, Girasoles para ser exactos.

—Son tuyas, pero con la condición de que me permitas besar tu mano.

Ella rio nerviosa. Preguntó el porqué de aquella condición. Lo que no sabía, era que, para él, le parecía una mano tan hermosa y delicada que sí dejaba pasar una oportunidad así, no se lo perdonaría.

Conforme pasaron los meses, él se dio cuenta que ella se avergonzaba de sus manos; pequeñas, delgadas, pero con dedos anchos y unas uñas que tardaban mucho en crecer. Y era increíble, porque esas pequeñas cosas que para ella resultaban “imperfectas” realmente eran “perfectas” a los ojos de él.

Izan se acercó más a la camilla. Acarició el cabello de Nainari, para después acercarse a darle un beso en la frente. Sonrió de satisfacción.

—Mírate, Izan—se dijo a sí mismo—. Y pensar que la veías como algo pasajero en lo que llegaba la correcta. Sin pensar, que la correcta era ella.

Antes de Nainari, Izan tuvo su primer gran amor. Aquel que le enseñó a amar y al mismo tiempo, saber lo que significaba el dolor. Ese amor le enseñó a no cerrarse como su padre, a ser un hombre cariñoso y romántico, pero también, le enseñó a no tener la necesidad o el deseo de volverse a enamorar.

Melissa, era su nombre. Una joven que conoció a los dieciocho años cuando entro a trabajar en un cine. Ahí entendió que por más que tengas cosas en común con una persona, no siempre se tiene las mismas ganas.

Al principio, ambos se entendían muy bien. Les gustaban las mismas cosas, él era tranquilo y ella muy alocada. Era una mujer difícil; que luchaba por sus convicciones, directa y decidida a hacer lo que su corazón le dictaba. No escuchaba razones. Muy terca, en ocasiones. Sin embargo, eso no le impidió amar a Izan.

Lamentablemente, él conoció la infidelidad gracias a ella. También conoció el perdón, pero eso no significaba que no le doliera. También entendió que estaba bien que un hombre llorara, que tanto hombres como mujeres éramos iguales y que un hombre no era menos por mostrarse vulnerable. Que no siempre hay que estar felices por la vida y que también se valía estar tristes de vez en cuando, pero con la condición de volver a levantarnos.




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