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Viernes, 30 de agosto de 1957
James Montgomery
55 años
Sentía lo mismo que cuando vi a Barbara por primera vez, una sensación de conocerla de toda la vida, incluso más allá. Sabía cada detalle de ella, qué la hacía reír o enojar. Por eso me fue fácil planearle una fiesta de cumpleaños con lo que le gustaba. Yo solo deseaba que ella irradiara felicidad.
Tenía muy presente el día que ella llegó a mí… Y fue demasiado tarde. La presión de elegir esposa me hizo escoger a Ethel. Barbara arribó dos meses después. Estaba en una fiesta en casa de los Richardson cuando Barbara entró junto a Ruth. Y desde el instante en que nuestras miradas se encontraron, mi corazón me gritó que le pertenecía a ella. Barbara era la niñera de mi hermana. Después Ruth me confesaría que ella tenía una carta de recomendación escrita por mí y que por eso la contrató. En aquel momento no lo pude comprender, mas fueron muchos los fines de semana que pasé en cada de Ruth solo por poder estar cerca de Barbara.
Al enterarme de que Ethel no respetó sus votos matrimoniales, nada me detuvo de violentar los míos. Aunque no estaba orgulloso de mi proceder: acorralé a Barbara y le insistí. Me aproveché de esa mirada que me hacía sentir la persona más importante del mundo. No jugué limpio y nada me detuvo hasta que ella me aceptó como su único hombre.
Barbara solo estuvo conmigo once meses, pues una tarde mientras jugaba con mis sobrinos, cayó al arroyo cercano a mi hogar. John estaba entre mis brazos… Una semana después la perdí por una neumonía.
Fijé la mirada en la Barbara joven que estaba frente a mí mientras en mis manos sentía un hormigueo testarudo. Añoraba poder deslizarlas por su rostro y acariciarle el nacarado cuello. Tenía la mano de ella resguardada entre mi pecho y mi propia mano, en tanto con la mano libre ella se cubría los labios. Por más que me lo prohibí, no pude ocultar el deseo de probarlos después de tantos años. Aunque sabía que era incorrecto, pues ella podría ser mi nieta. Mis pensamientos iban y venían, además de sentir ese bulto en el pecho que me impedía respirar con normalidad.
Como mi mirada seguía fija en ella, podía verme a través de esos ojos grisáceos. Era una mujer hermosa, y esa adoración que parecía dirigir hacia mi persona me obligaba a responder con modestia. Sabía que era indigno de esos ojos. Me obligué a contener el aliento en un intento de mantener mi corazón sereno, ya que ella podría percibir cómo me afectaba. Me pregunté cuántas veces habré vivido sus dieciocho años, pues, para mí, era la primera vez que lo repetíamos. Si bien esa certeza de que no podría amar a otra me hacía pensar que no era así.
Tragué el nudo en mi garganta, jamás la vi con tantos rasguños. Era insostenible que Michael la lastimara. ¿Acaso no me juró que la amaba?
Hablé con el joven después de aquel juego absurdo donde con maña y trampa logró que ella lo besara. Le advertí que si la dañaba, no tendría compasión de él. Para que no dudara de mis palabras, le fracturé el dedo meñique. Una advertencia que no le impidió jugar. Después comprendí que mis acciones fueron un error. Para cualquier otro sería la preocupación de un familiar por la virtud de la señorita, pero un hombre sabe cuándo se inmiscuye en los asuntos de otro y, aunque no deseaba admitirlo, él era un joven inteligente.
Construí la máquina del tiempo para evitar lo que ocurriría el domingo de la semana próxima cuando no lo elegirían para las grandes ligas. Jamás permitiría que Barbara fuera la válvula de escape para su furia. Sin embargo, ella estaba frente a mí con varias cortadas en el rostro, manos y piernas. Los ojos grises teñidos de un tono rosado por las lágrimas que bajaron por sus mejillas al curarla.
—Bailé con Robert y Michael lo golpeó. Me tomó del cabello, me arrastró fuera de la pista y del gimnasio. Me empujó hasta el automóvil y me llevó al paraje. Me acusó de ser una chica fácil y rápida[1]… Quería… Quería…
El fuego me corrió por cada músculo hasta engarrotarme la mano libre y aprisionar la de ella que estaba sobre mi pecho. Bajé la cabeza y asentí. No quería escuchar más.
—¿Cómo pudiste escapar?
—Le torcí el… el… —Levanté la cabeza con los ojos entrecerrados no entendía por qué ella no era capaz de terminar la frase. Por primera vez le vi el rostro más rojo que las cerezas que tanto le gustaban. En tanto con la mano libre señalaba mi entrepierna—. También lo abofeteé…
Abrí los ojos y contuve el aliento. En mis mejillas sentía un calor que jamás experimenté por lo que el carmesí en las de ellas se tornó más intenso. Yo que siempre la creí una muñequita hermosa a quien proteger. Ella se cubrió los labios para esconder la sonrisa en ellos. Al parecer, mi reacción le causaba gracia. «Sard! Cuánto me gustaría que regresara al pasado y poder redescubrirla… volver a enamorarme de ella».
Por primera vez en treinta años la enredadera de emociones se apoderó de mí y sonreí. Barbara era la única capaz de causarme esa reacción. Me percaté de cómo se le erizó la piel mientras se llevaba la mano libre sobre el corazón. Entrecerré los ojos y me pregunté cuál pudo ser la causa de esa reacción. Si es que, para ella, traspasé la línea del respeto y la decencia. Me cuestioné por qué llegó a mí esa noche, donde el muro que construí estaba débil e inestable. Di un paso para acercarme a ella, aunque desconocía mis intenciones. ¿Pretendía besarla o me mantendría tan frío y alejado como siempre?