Última oportunidad

Capítulo 4

4

 

 

Jueves, 2 de septiembre de 1926

James Montgomery

25 años

 

Levanté el hacha y la dejé caer sobre el tronco de roble, el cual partió y se desmoronó al suelo. Sin demorar tomé otro, lo coloqué en el centro de la base y procedí a repetir el proceso. No meditaba en ninguna de mis acciones. Mi intención era convertirme en una máquina incapaz de pensar o sentir.

La hoguera que me corría por los músculos engarrotados era bienvenida. Mi boca estuvo seca mucho antes de la tarde anterior, tenía los labios partidos y el sudor dejó de caer al suelo hacía unas horas… Mi atuendo era la única evidencia de lo sucedido. La sangre de Barbara se enrevesó en las fibras de la tela hasta ser parte intrínseca de ella.

Richardson agradeció que solo el oficial corrupto resultara muerto y determinó que la comunidad hiciera el pago que exigían. Algo a lo que me opuse en un tono rotundo. Si el Gobierno quería obtener una tajada de las ventas del alcohol, que retirara la prohibición y cobrara impuestos. Por supuesto que yo era la voz disidente. A ellos lo único que les importaba era tener alcohol disponible.

Ninguno tenía las manos manchadas de sangre desconocida. De la mujer que ocupó mi cama y mis pensamientos los últimos días. Mi almohada aún tenía el olor a algodón florecido que expedía su cuerpo y mis labios se contagiaron de la frialdad de los suyos al intentar mantenerla con vida. El automóvil solo alcanzó a recorrer una milla cuando Joseph insistió en que mis intentos eran fútiles. Esos ojos, del gris más claro, me atormentarían por siempre. Yo no tenía redención. La caldera en el granero escupía el fuego necesario para sentirme en el infierno.

—Ya no puedo más, señor.

Las rodillas de Joseph cedieron y el montón de leños que llevaba en las manos rodó por el suelo.

—Vete, Joseph, o Charlotte vendrá por mi cabeza.

Nunca creí posible que un negro se sonrojara, pero estaba seguro de que la cara de mi capataz ardía en llamas. Quizás le avergonzaba que yo conociera de la relación con mi sirvienta.

Sabía que no era bien visto que, en lugar de un mayordomo, Charlotte se ocupara de mi hogar, mas ella trabajó con mi familia desde que tenía trece años. No obstante, cuando Ruth se casó la dejó atrás. Los primeros años Charlotte se quedó con mis padres, aunque después de la guerra se encontró sin empleo y una niña de un año en brazos. La negra, con caderas tan cadenciosas, era una tentación para cualquier hombre. Nadie mejor que yo lo sabía, ya que con ella exploré la sexualidad a mi antojo. Era menor de edad al desembarcar en Francia, pero un hombre en todos los sentidos.

Charlotte era una mujer que degustaba un whiskey fino mientras sostenía un gasper en los dedos y la cabeza de un hombre entre las piernas. Entretanto jadeaba y reía a carcajadas. Ella era la flapper por excelencia, a pesar de su edad. Una mujer así necesitaba un hombre brioso y por tanto mucho más joven que ella.

Una mirada grisácea ofuscó mi visión. Barbara solo era una aprendiz. Una joven hogareña seducida por la locura de la década. Capaz de preparar un platillo delicioso, comportarse en sociedad y, sin embargo, mostrar parte de su cremosa piel en la sala de tu hogar.

Tomé otro leño y le pegué una y otra vez cegado por las lágrimas de impotencia y furia. Tenía los latidos del corazón tan desbocados como mis golpes. Lo único que ocupaba mis pensamientos eran esas últimas palabras, su reacción a mi cercanía, pues, si de algo llegué a estar seguro, era de que era a mí a quién ella buscaba.

Era probable que el padre de Barbara decidiera su futuro y ella escapara de casa con la intención de experimentar antes de atarse para toda la vida. «Pero ¿por qué decidió que yo sería parte de su ensayo? ¡Por supuesto! Yo fui el primer hombre que vio». Yo estaba más que dispuesto a mostrarle lo que quería aprender. Aunque, una sensación extraña invadió mi pecho al saber que ella lo practicaría con otro.

Algo intentó arremeter contra mis embestidas en la madera y me abalancé sobre él.

—Los hombres de la comunidad no deben verlo así.

Detuve el hacha antes de cometer una locura cuando reconocí la voz de Joseph. En tanto él mantuvo las manos pegadas al suelo. Sacudí la cabeza para despejarla y observé a mi alrededor. La base donde cortaba los leños cayó partida a la mitad. Si alguien más me veía pensaría que estaba demente, tenía que reenfocarme y retener el control.

Me puse en pie y caminé hasta la columna falsa que se encontraba en la esquina contraria del granero para meter la mano en un hueco oculto para los demás y saqué dos litros de la reserva especial.

—El que te prometí y una ofrenda de paz. —Le extendí las botellas a Joseph.

Él dio un paso atrás y se balanceó sobre los pies.

—Señor…

Choqué una de las botellas contra su pecho.

—Tómalo, Joseph. Charlotte se contentará. —Una sonrisa ladeada se adueñó de mis labios—. Lo sé, le encanta llevarse el que tengo en la casa.

Él frunció el ceño, tenía el rostro pétreo.




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