Última oportunidad

Capítulo 5

5

 

 

Jueves 2 de septiembre de 1926

James Montgomery

25 años

 

 

Caminé de un lado al otro de la sala de mi hogar y le di la última calada al gasper entre mis temblorosos dedos. No tendría otro hasta que el repartidor llevara las provisiones. Entonces tomé un trago de whiskey más. En menos de media hora consumí tres cuartas partes de la botella. Mi garganta estaba adormecida, pero mi cabeza a punto de estallar. Joseph abrió la boca en varias ocasiones, el vaso que sostenía, estaba intacto. Al parecer, él tampoco lograba comprender lo que sucedía.

Tal y como hacía dos días, Barbara se encontraba inconsciente sobre el sillón de mi sala. Tenía el cabello húmedo y lodoso, con hojas y ramas incrustadas. La nívea piel estaba resquebrajada por golpes y rasguños. Tenía el cuerpo cubierto con una especie de camisón que en algún momento fue rosado. La vestimenta daba a entender que tuvo que huir en medio de la noche.

Joseph mantenía la mirada fija en un solo punto, uno al que yo ojeaba de vez en cuando con el aliento contenido. Ambos pendientes al subir y bajar sereno del pecho de la joven. No obstante, era imposible que fuera la misma. «Sard!». Ella murió, lo hizo en mis brazos. Joseph me ayudó a enterrarla en el claro de la propiedad, muy cerca del arroyo. Pensé que a ella le gustaría estar allí, rodeada de paz mientras yo me consumía en el infierno.

Caminé hasta la cocina y abrí el refrigerador, la porción de chuleta con puré de papas y vegetales estaba allí. La saqué y me acerqué a la alacena. Al abrir el cajón, para extraer los cubiertos, la manija se me quedó entre los dedos. Me llevé la mano a la boca y la estrujé, debía controlarme.

Me olvidé de formalidades, agarré la carne y le arranqué un pedazo con los dientes. Mastiqué varias veces y asentí. Sí, era un sabor único. No sabía si me gustaba, pero era algo que jamás probé. Barbara cocinaba distinto, además, a ninguna mujer de la época se le ocurriría añadir puré.

Esa era la prueba de que sí sucedió. Lo tenía muy claro en la memoria. Ella me conocía demasiado bien y yo intentaba comprender en qué momento estuvimos juntos. La tomé entre mis brazos porque no soportaba la distancia entre los dos. La besaría, lo haría como jamás lo hice con otra mujer, porque esos labios de curvas perfectas me pertenecían. No comprendía qué ocurría en mi cabeza. Si no la recordaba, ¿cómo podía sentir tanta familiaridad? Entre los dos existía una intimidad imposible.

Mas ella era de otro, me había buscado aun cuando sabía que no podía entregarme su corazón. La sangre me hirvió en las venas. Saber que la adoración en su mirada era compartida me hizo reaccionar con violencia. Con sus palabras confirmó que era una flapper consumada. Fui muy tonto, creí en esa actuación al esconderse tras mi espalda y en el candor que trasmitía su mirada. Esa mujer murió. «¿Así que quién era la que estaba en mi sala?».

Salí de la cocina y regresé a la sala con la intención de descubrirlo. Sin embargo, mi rodilla flaqueó al escucharla murmurar:

—Tengo que buscarte, James.

El corazón me galopó en el pecho y solté el aire a través de los labios. Ella se removió en el sillón y percibí el gemido quedo. Tenía dolor. Ansié acercarme para levantarla en brazos y recostarla en mi cama. También la cubriría con la manta para que no tuviera frío, pero me sentía paralizado, incapaz de tomar una decisión.

Al parecer, esas palabras lograron sacar a Joseph de su trance porque dijo:

—Anne la encontró en el bosque y corrió a buscarme.

Asentí y me tragué el nudo en la garganta.

—¿Alguien te vio?

Él negó con la cabeza en repetidas ocasiones.

—No, señor. —Levantó un dedo incierto y la señaló—. ¿Co-cómo es esto posible?

—No lo sé, Joseph. No lo sé. —Resoplé.

—Usted dijo que estaba muerta. La enterramos. —Me apoyé en una esquina con las manos dentro de los bolsillos y él guardó silencio unos minutos. Era evidente que intentaba comprender—. ¿Puede ser esa enfermedad? En mi pueblo hubo un caso. La campana sonó tres días después.

Entrecerré los ojos, pues me costó entender a qué se refería.

—¿Catalepsia? —Me jaloneé el cabello.

—Algo así dijo el pastor del pueblo. Iré a la tumba.

Asentí. Sin embargo, era imposible. No con la cantidad de sangre que ella perdió. Nadie sobreviviría a ese tipo de herida.

Cuando él salió de la casa, permanecí inmóvil durante largos minutos. Entonces bajé la cabeza y aspiré profundo en un intento de calmar las sacudidas en mi cuerpo.

Al levantarla, me percaté de que ella sostenía algo entre las manos, las cuales estaban sobre su corazón. Con pasos inciertos me acerqué, extendí la mano, si bien al instante la dejé caer. Era imposible. «Sard!». No estaba loco, ese hombre la mató, lo hizo frente a mí. Caí de rodillas en una especie de trance y permití que mi frente se apoyara en la suya. Reconocí la piel suave y delicada con mis labios e inhalé profundo mientras me deslizaba a través de su rostro hasta el hueco entre el cuello y hombro. El olor fue tan familiar que me aferré a ella. Los borbotones de lágrimas le salpicaban el rostro, cabello y vestimenta. «Estaba allí, sabía que era ella».




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