Última oportunidad

Capítulo 6

6

 

James Montgomery

 

A primera hora subí al Studebaker para dirigirme a la ciudad de Roanoke. El dueño de la droguería era mi paciente y no le importaría mi llegada. El objetivo era comprarle una dosis de fenacetina a Barbara para aliviar el dolor que la traspasaba, quien, por algún motivo que no comprendía, intentaba ocultármelo. Era el único analgésico que no era derivado del opio y esperaba que ella no tuviera ninguna reacción. También me reabastecería de morfina y cocaína.

El aire frío se sentía como cortadas de papel sobre mi rostro y el cabello enmarañado se movía a su antojo a pesar de la brillantina. En la solitaria y sinuosa carretera, rodeado de montañas y árboles, las palabras de Barbara pesaron sobre mi pecho más que nunca. Pisé el embrague y metí tercera. Hundí el switch que encendía los carburadores extras en el motor y con un salto alcancé las noventa millas por hora. No comprendía muchas cosas y no era un hombre que tolerara la incertidumbre.

Demasiado pronto entré a la ciudad. Por la hora no encontré gran tráfico en las calles, lo cual agradecí. Era probable que los citadinos salieran de los juicejoint’s hacía un par de horas y durmieran con placidez por lo menos hasta el mediodía. Desde ese momento continuarían con el ocio hasta el anochecer cuando la energía sería un líquido aromático y caliente enrevesado en sus venas.

Mientras conducía golpeé el volante con los dedos, tenía cada músculo del cuerpo agarrotado. Estaba seguro de que en cualquier momento los edificios se cernirían sobre mí.

Al llegar, halé hacia mí la palanca de la bomba de gasolina, por lo que se cortó el suministro y de inmediato el automóvil se apagó. Moví la cabeza de un lado al otro a la par que cerraba los puños sobre el volante hasta que los nudillos palidecieron. Me acomodé el fedora asegurándome de que estuviera alineado y bajé.

Estreché la mano con Budwell, el droguero, al entrar. Hablamos de algunas trivialidades como los nuevos aparadores que tenía en el lugar y me informó de su visita en un par de días. Él llenó la documentación de impuestos para poder despachar mi pedido mientras su asistente me entregaba mi prescripción de «spiritus frumenti» y yo agarraba varias cajas de gasas para que Barbara pudiera hacer sus apósitos.

A pesar de revisar el reloj de bolsillo en varias ocasiones, él me entretuvo por alrededor de cuarenta y cinco minutos. Me contaba con lujo de detalles cómo el speakeasy a un par de millas de distancia —que pertenecía a una familia italiana— fue clausurado y los barriles destruidos por los bulls[1].

Los visité alguna vez. Solían ofrecer una bola de carne bañada en salsa de tomate a quienes asistían. Al parecer, era un platillo popular en su país.

—Tengo un paciente en casa, será mejor que me asegure de que esté bien. —En mis labios tenía una sonrisa rígida.

—Pasaré en un par de días.

Asentí mientras estrechábamos las manos a modo de despedida. Compré una caja de gaspers en la tienda que se encontraba a solo unos pasos. Con manos temblorosas, y un sudor gélido sobre la frente, encendí uno. Quizás los fríos se adelantarían ese año y Barbara necesitaría abrigarse. Tal vez debería visitar a mi sastre y preguntar por una modista, aunque descarté la idea de inmediato. «¿Acaso planificaba una vida junto a ella? ¿Qué sucedía conmigo? Mi vida estaba junto a Ethel».

Subí al Studebaker y coloqué el fedora en el asiento. Halé la palanca del estárter y la de la chispa. Giré la llave para activar la bomba de gasolina. Hundí el embrague, lo coloqué en neutral y apreté el botón del acelerador en el volante en un par de ocasiones hasta que el automóvil encendió. Giré en reversa y me incorporé al tránsito de la calle Jefferson. Una fila negra de flivvers y uno que otro gris o verde de los Studebaker estaban delante de mí. En las aceras y frente a los diferentes negocios, una marea de hombres en trajes blancos y sombreros canotier en la cabeza. El silbido de la locomotora anunciaba la llegada del tren.

Roanoke era la conexión de una ciudad a otra. Muchas transacciones comerciales se llevaban a cabo en el lugar. Los cientos de habitantes se convirtieron en miles, incluyéndome.

Encendí otro gasper y me desvié por las diminutas calles en lugar de regresar por la avenida Main. En tanto me reacomodaba en el asiento, la inestabilidad en el estómago me tenía descontrolado. Al tomar un camino paralelo me encontré con el puente Memorial. Me cubrí la boca con una mano al rememorar el instante en que esos ojos grisáceos encontraron los míos. Era ridículo que los creyera diferentes. Existía algo, la adoración estaba, al igual que la confianza. No obstante, existía algo más… No eran los mismos.

Cambié a tercera, encendí el switch de los carburadores adicionales y hundí el botón del acelerador en el volante. El Studebaker alcanzó las noventa millas en minutos. Respiré profundo para llenar mis pulmones del cortante aire. No entendía mi obsesión con Barbara y sabía que Ethel no perdonaría con facilidad mi desplante.

Me detuve a mitad de la carretera 221 y resquebrajé la botella de alcohol legal. No se la regalaría ni a mi peor enemigo. Si bien, tenía que comportarme como los demás para no levantar sospechas sobre mi persona. Si no consumía su alcohol, ¿de dónde lo obtenía? Debía evitar ese tipo de preguntas.




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