7
James Montgomery
Dejé de escribir y levanté la cabeza al percibir el olor a huevos, tocino y algo dulce. Era la confirmación de que Barbara estaba despierta y con las malditas ventanas abiertas.
La tarde anterior había salido de casa y no regresé hasta hacía un par de horas. Ni siquiera entré, caminé directo hasta el cobertizo donde una veintena de hombres me esperaba. Barbara y yo éramos unos inconscientes. Yo más porque conocía sus heridas y aun así pretendí poseerla. ¡Y ella me creía doctor! Pero mi irritación tenía otro motivo, uno egoísta y deleznable.
Ella era una aprendiz de flapper y no comprendía el pavor que mostró su mirada, esa especie de angustia como si su virtud estuviera en peligro. Ella ya estuvo en los brazos de dos hombres, ¿por qué conmigo era diferente? Sentí la bilis subir por mi garganta hasta ahogarme.
Con la violencia que me levanté, la silla rodó por el suelo. Tomé a los hombres tan desprevenidos con mi actitud que se sujetaron a sus asientos y se observaron unos a otros. Desde que Barbara apareció, mi control pendía de un hilo.
Salí del cobertizo y encontré a Barbara diciéndole adiós al repartidor. Un mocoso de trece años que tropezó con uno de los hombres y se raspó las rodillas por responderle a ella con una sonrisa tonta. Un gruñido afloró de mi garganta, pero ella ya se había volteado con algo entre las manos. De seguro era un encargo, pues el joven Charles llevó los alimentos a primera hora de la mañana, como era su costumbre.
Tendría una seria conversación con Ruth cuando fuera a la cafetería. Por más que le supliqué que me visitara no quiso escucharme, las reuniones para el movimiento eran más importantes. Ella podría creer que no lo sabía, pero mi hermana tuvo criados toda la vida, no podía ni hervir agua. Además, por su obstinación, Barbara estaba sola en mi casa y varios hombres volvieron a verla. Era un rebelde con todo menos con la reputación de una mujer, de mis labios jamás se conocería un amorío.
Entré a la casa y me dirigí a la cocina. Tuve que obligarme a caminar despacio, si bien tenía los pensamientos plagados de esos labios pecaminosos y el deseo de volver a devorarlos.
Encontré a Barbara de espalda dándole vuelta a algo en la estufa. Levanté la mano y me estrujé la boca. Esa dualidad en ella me desconcertaba. Era la ama de casa perfecta y ninguna de las jóvenes que conocía pensaba en el hogar. Era más importante tener vestidos nuevos para cada ocasión y escapar en el automóvil a algún lugar lejano. Eso me creaba un problema porque no sabía si podría tratar a Barbara solo como una amante y mi matrimonio con Ethel era un hecho. Si tan solo supiera que la hija del coronel me ofrecería lo mismo que Barbara, aunque sabía que pedía demasiado y que debía acostumbrarme a los nuevos tiempos.
Tras tomar una bocanada de aire desvié el rostro hasta la mesa. Allí reconocí la botella de vidrio sobre la superficie, el componente vegetal de Lydia Pinkham. La furia me crepitó en las venas. Hasta ese instante creí que fui el responsable por lo que sucedió, mas no fue así. Ella era alcohólica y por eso sufrió síntomas de abstinencia. Llegué en un solo paso, tomé la botella y, con impulso, la lancé contra la pared. Barbara pegó un respingo y el sartén donde cocinaba cayó con un estruendo.
—No me dejaste ofrecerte un medicamento seguro y ¿pretendías tomar eso?
Extendí la mano hasta los añicos de cristal y el líquido desparramado. Ella bajó la cabeza no sin antes morderse el interior de las mejillas. Entonces la falda se movió con imperceptibilidad. Agradecí que ella no me desafiara. Si bien yo no había terminado.
—¿Cuántas botellas tomas a la semana?
Enderezó la postura mientras contenía el aliento como si mis palabras le parecieran una ridiculez. Entonces negó en repetidas ocasiones y percibí el fuego en la mirada por mis reclamos. Cerró las manos por un instante e inhaló y exhaló despacio.
—Mi abuela lo toma. —Tenía la mandíbula apretada.
Entrecerré los ojos y mantuve la mirada fija en ella. ¿Cómo podría saber si decía la verdad si sus acciones y comportamientos demostraban lo contrario?
—¿Tú nunca lo has probado?
Ella negó otra vez, aunque la postura y mirada me mostraban fortaleza. Bajé la cabeza con las manos en puños sobre la cintura. «¿Por qué me importaba tanto? ¿Por qué le exigía más que a las demás?».
—¿Es algo peligroso?
Ella caminó hasta mí, extendió la mano, no obstante, la dejó caer antes de tocarme. En un solo paso eliminé la distancia que ella procuró guardar. Me incliné con la intensión de intimidarla o sentir la tibieza de su aliento en mi rostro, no estaba seguro de cuál. Creí que Barbara buscaría alejarse, mas ella permaneció estática, si bien noté la alteración leve en su respiración.
Absorbí el aire para evitar la bocanada profunda que pretendió escapar de mi boca y me crucé de brazos. Aunque mi interior bullía de euforia como el trigo en fermentación.
—Si de verdad soy tu doctor, harás solo lo que te diga. —Le señalé la puerta que la regresaba a la habitación—. No te levantarás de la cama.
Desvió la mirada ante mis palabras.