8
James Montgomery
—¿Alguien más se ofrece como ayudante en la escuela de domingo?
Las mujeres movían los abanicos de un lado al otro en un afán vano de calmar el sofoco al que estaban expuestas. Los hombres aguantaban con estoicismo los chorros de sudor que les caían desde la sien y se deslizaban por el pecho y espalda. La ansiedad del párroco se reflejaba en los ojos suplicantes en que cualquiera se ofreciera y así dar por terminado el servicio. Su voz estaba afónica, como cada domingo, por pretender que la palabra del Señor llegara hasta la parte de atrás. Un acorde de guitarra rectificó el deseo de todos porque llegara el final. Las gargantas ansiaban un poco de té dulce para calmar la resequedad. En invierno el panorama sería diferente.
Por más que lo intenté, una risita impertinente escapó de mi garganta, lo que me hizo acreedor de un coscorrón por parte de Mary. Ethel continuaba con la actuación de niña de bien frente a sus padres. Acababa de convertirse en la maestra de la escuela dominical y no hacía ni dos horas que salió del juicejoint. Debajo del vestido azul cielo con manga larga, se percibían las cuentas del vestido blanco que utilizó la noche anterior.
—Será un honor servirle a la comunidad.
Ahí parada con el cabello rubio y la mirada contrita parecía un ángel recién caído del cielo. Me preguntaba si su madre se cuestionaría el porqué del rostro demacrado y las ojeras profundas.
—Hermoso, mi querida Ethel. ¿Alguien más? —El párroco aún tenía esperanza en su feligresía.
Le guiñé un ojo a Mary cuando me dio un jalón de orejas con la intención de hacerme callar. Yo asistía a misa los domingos no porque fuera devoto, sino porque ese día era para la familia. Solía sentarme junto a Ruth, su esposo y los niños y después compartíamos el almuerzo. Al terminar me despedía de ellos e iba a visitar a Lawrence y Mary. Allí Dottie se lanzaba a mis brazos y me hacía correr de aquí para allá. Ella era Neta Snook[1] y yo su Canuck[2].
Solo que desde hacía varios domingos mi hermana se presentaba en otras congregaciones en representación del movimiento de templanza. Yo estaba en la iglesia ese día porque Mary planificó un pasadía en el río. Ella estaba segura de que Ethel se casaría conmigo y así todos permaneceríamos juntos. Yo también quería a mis amigos a mi lado, me hacían bien.
—¿Yo puedo participar?
Cerré los ojos al reconocer la voz dulce, la timidez que reflejaba era real. A pesar de mí mismo, la sonrisa en mis labios se tornó sincera. «Mi hermosa blue serge». Un torrente de emociones se enrevesó en mis venas. No obstante, solo una prevaleció sobre las demás… alivio. Ella llevaba una nota, escrita por mí, donde me exigía a mí mismo que la protegiera… Y eso hice.
Pensé que Barbara me buscaría, que tropezaría conmigo a diario hasta hacerme ceder. Sin embargo, no fue así. Cuando nos encontrábamos en las calles de la ciudad era yo el ansioso por buscar el contacto. Mas, ella guardaba silencio, en tanto mantenía los ojos radiantes fijos en mí, lo que me obligaba a inclinar la cabeza y marcharme. No podía olvidar las apariencias y devorarle los labios frente a todos.
Mary volvió a pegarme cuando el pastor comenzó con la despedida y no me puse en pie. Entonamos el himno, aunque la Biblia entre mis manos se desgajó del tomo, pues cerré los puños sobre ella en un intento de prohibirme girar y buscarla con la mirada.
—Eres peor que un niño. —Mary mantenía el rostro pétreo y las manos en la cintura. Lawrence intentaba apoyarla, mas el dejo de sonrisa en su rostro no ayudaba. Le dediqué una gran sonrisa a la esposa de mi amigo y levanté y dejé caer las cejas en repetidas ocasiones.
—Podré ser un niño, pero me comiste a besos.
Lawrence gruñó mientras negaba con la cabeza. En tanto Mary dejó de pestañar y por un segundo no supo qué responderme. Entonces dijo:
—¡James Montgomery! ¡No te bajo los pantalones porque estamos en la casa de Dios!
Sonreí de lado y le guiñé un ojo.
—Me encantaría tener el trasero rojo por tus manos, muñeca.
Lawrence agarró a Mary del antebrazo y se interpuso entre los dos.
—Cuidado, old boy. —En su tono de voz había una advertencia clara.
Bajé la cabeza y sin percatarme de lo que hacía imité el movimiento que Barbara hacía con el pie.
—Sí, señor. —Le extendí la mano, pues jamás quise alterar a mis amistades, sin embargo Lawrence no me respondió—. Discúlpame, Mary.
Ella estaba petrificada y con la mano sobre la boca sin poder ocultar su asombro. Para ese instante Lawrence la zarandeaba.
—Y tú, ¿crees que esas son palabras de una señora casada?
Lo sujeté del hombro en un intento vano de contenerlo.
—Lawrence, yo fui quien le faltó el respeto.
Él se soltó de mi agarre y sin mirarme añadió:
—Será mejor que te vayas, old boy.
Me llevé la mano a la boca y me estrujé los labios hasta el mentón. ¿Qué me sucedía? ¿Desde cuándo era tan impertinente? Si me atrevía a bromear con Mary era porque, después de tanto tiempo, ella se sonrojaba con furia y a Lawrence le causaba gracia su reacción. Yo sabía que no tenía nada que ver conmigo. Era que ese momento en sus vidas se transformó en uno memorable. El saber que Lawrence regresó a casa y, por fin, podrían comenzar su vida. No existía obstáculo que pudiera separarlos, estaban juntos.