Última oportunidad

Capítulo 9

9

 

James Montgomery

 

Me arrastraba a través de la trinchera, el capitán Jones estaba sobre mi espalda. Sentía el pecho aprisionado, por el peso y no me permitía tomar bocanadas profundas de aire. El corazón me bombeaba frenético, los pulmones me ardían con cada aspiración. Tenía los dedos engarrotados, pero me aferraba a la tierra. Debía continuar e ignorar la vibración que percibía en el suelo. Era probable que el ataque de bombas aún no cesara, aunque era incapaz de saberlo, pues un pitido se adueñó de mis oídos, solo escuchaba la respiración laboriosa del capitán.

Me quedé estático, ya que las sacudidas en la superficie arreciaron. No eran fuerzas aliadas y el batallón al que pertenecía abonaba la tierra árida. Primero me suicidaría antes de permitir que me confinaran en una celda húmeda y solitaria.

—¿Para qué vinimos aquí, old boy?

—Para proteger nuestro país, señor.

—¿Y quién nos protege a nosotros?...

Cerré los ojos y contuve la respiración, le supliqué al cielo que nos volviera invisibles. Al abrirlos el cielo era gris, no uno oscuro que presagiara una gran tormenta, sino un gris claro que con facilidad se confundía con la neblina espesa que nos rodeaba y a la cual yo contribuía con las caladas del gasper.

El silencio a mi alrededor ahondaba la soledad que se instaló en mi pecho desde hacía tantos meses. Ninguno de nosotros se atrevía a tener esperanza, ese sentimiento murió al escuchar la primera bala.

La Estatua de la Libertad nos ofreció su saludo, el barco navegaba por aguas tranquilas, del mismo color del cielo. Los murmullos comenzaron a romper con el silencio. En el muelle se divisan pequeños puntos que se agitaban como si desearan saludarnos. Para ellos éramos héroes, aunque yo no me sentía así.

Seguí a la fila de hombres que desembarcaron, con miradas inquisitivas y manos temblorosas. Algunos corrieron y se encontraron a mitad de camino con la mujer que amaban.

A mí nadie me recibiría.

Sin embargo, giré al sentir que algo se impulsaba hacia mí. De repente una luz cegadora no me permitió distinguir qué o quién vino a mi encuentro.

«Profesor dreamy».

No la reconocí, jamás la había visto, pero sus manos suaves palparon mi pecho y me tomaron de las manos. El calor que expedía intentó colarse por mi piel, si bien le fue imposible. Entonces me golpeó, lo hizo una y otra vez.

Algo quería obligarme a abrir la boca, mas mi quijada estaba tiesa. No sé cómo lo hizo, sin embargo, lo logró. Sostuvo mi boca con algo, ¿por qué? ¿qué pretendía?

—¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste?

 

 

La sensación era muy lívida como para ser solo un sueño. Caí sentado en la cama, mientras percibía el palpitar de cada vena a través de mi cuerpo y un frío gélido me recorría la espalda. Me llevé las manos a la boca rígida y me masajeé el área, aún era capaz de percibir esa fuerza que me obligó a abrirla. Un número concreto de colores se adueñaban de mi visión. Estiré las manos y palpé a la nada cuando escuché que alguien se movía en la habitación, pero mi visión permanecía nublada.

Babe, ¿eres tú?

¿Por qué era ella la primera persona en la que pensaba? Era imposible que fuera ella. Tenía que aceptar que la saqué de mi vida sin ningún miramiento, sin pensar en lo que ella quería. Porque ¿y si todo fue una estratagema para quedarse conmigo? En menos de una semana Barbara logró enredarse en mis venas y tejió la familiaridad en mi ser. Esa que ahora creaba una soledad más recóndita y de la cual no sabía cómo salir ileso.

—Soy yo, señor.

Fruncí el ceño y me froté el cuerpo, estaba vestido. El alivio que experimenté logró que el gesto en mi rostro se acentuara. Solo entonces percibí el entumecimiento de mis facciones y el dolor agudo en la garganta, además de la resequedad en la boca.

—Charlotte, ¿qué haces aquí? —Mi voz solo era la sombra de lo que fue.

—Preparo la casa. Esta noche tiene visita.

Giré la cabeza para agudizar el oído y la escuché abrir el baúl que estaba al pie de la ventana. Puede que ella tuviera razón, pero eso no explicaba su presencia en mi habitación. Nadie entraba ahí. Solo Barbara… Porque se sentía correcto. ¿Y desde cuándo pensaba yo en lo apropiado? Me llevé la mano a la frente mientras un resoplido me escapaba de la garganta.

—No quiero recibir a nadie.

Escuché los pasos como si Charlotte se hubiera detenido junto a la cama.

—Esta noche es la pelea.

Gruñí. ¿Por qué no me dejaba solo de una vez?

—Eso es imposible. Falta una semana.

—Es el tiempo que ha estado delirando.

Aún no veía bien a Charlotte, pero el movimiento me dio a entender que se cruzó de brazos. Otra vez los colores de la pesadilla jugaron con mi mente. Se movían agitados, frenéticos.




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