Un árbol envenenado

ACTO I

I

26 de octubre

La lluvia había salpicado de manera tan brusca los cristales de sus gafas que cuando entró en la tienda solo alcanzó a ver una mancha cálida y desdibujada. Enseguida se las limpió torpemente con el pañuelo de seda que guardaba en el bolsillo de la gabardina. El intento no sirvió de mucho, pero al menos pudo distinguir el entorno con más claridad.

La tienda resultaba a primera vista bastante caótica. A mano izquierda había unas estrechas escaleras de caracol que trepaban hacia el piso superior. A la derecha y hasta llegar al otro extremo, las estanterías almacenaban una descomunal cantidad de libros distribuidos sin orden ni concierto. Muchos de ellos se apilaban en horizontal encima de las baldas, lo que imposibilitaba examinar los volúmenes que había detrás. Ese particular desorden era la pauta por la que parecía regirse la tienda, pues donde quiera que uno fijara la vista solo veía pilas de más de un metro de libros amarillentos cuya cima culminaba con una fina película de polvo.

Al fondo y tras el mostrador, la dependienta martilleaba las teclas de una máquina de escribir sin reparar en su presencia. La tienda parecía extenderse por un pasillo lateral por el cual se percibía una luz mortecina.

—¿Le puedo ayudar en algo o solo quiere husmear?—le increpó la dependienta con hosquedad, levantando la mirada de la máquina.

La repentina pregunta le sobresaltó.

—En realidad estoy buscando a Malina Skelton. ¿Es usted?

—Eso pone en mi documento de identidad.

Había un aura maliciosa rodeándola que resultaba atrayente. El corte de pelo masculino le otorgaba un toque andrógino a la vez que dulcificaba su rostro ovalado. Parecía a primera vista una niña que le había cogido sin permiso el carmín a su madre.

Malina Skelton bajó la mirada hacia la máquina de escribir y jugueteó con las teclas.

—Cuánto me alegra haberla encontrado tan rápido. Verá, mi nombre es Henry Brennan. Quería hablar con usted de un asunto un tanto delicado—dijo, y se fijó en su expresión.

—Que concierne a Connor Ripley.

En cuanto pronunció ese nombre su aniñado rostro se tensó. Enseguida adoptó una pose defensiva que solo significaba una cosa, no obstante, Henry no se iba a rendir con tanta facilidad.

—¿Es usted otro curioso que añadir a la lista, señor Brennan?

—Imagino que no es la primera vez que le preguntan acerca del chico.

—Es un pueblo pequeño para un acontecimiento de tal envergadura. Me temo que no es, ni será, la última persona en intentar acosarme a preguntas sobre Connor Ripley.

—¿Me daría una oportunidad para intentarlo?

—No conseguirá nada.

—Deje que me explique. He leído en una noticia que entre las dos familias hay un parentesco común. Por asociación creí que usted formaba parte del círculo familiar. Fue ese dato lo que me hizo avivar la esperanza de que pudiera ayudarme.

—¿Ayudarle en qué?—inquirió desconfiada.

—A descubrir la verdad.

—La verdad—repitió con un deje de turbación—. Oiga, no sé si habrá interpretado correctamente la información de los periódicos, o si su sentido de la percepción está distorsionado por naturaleza, pero déjeme explicarle una cosa: Es verdad que ese mocoso es mi primo lejano, por desgracia, porque no quiero tener nada que ver con un asesino ni con su familia de víboras. Si lo que quiere es información privilegiada ya puede marcharse por donde ha venido, o mejor aún, indague en la sección de crimen y misterio si lo que busca es resolver uno—de la estantería que tenía detrás escogió un libro con la portada verde y lo depositó sobre el mostrador con rudeza—. Esto es lo único que sacará de mí.

La tragedia española—leyó en voz alta, mirándola con una ceja enarcada.

—Es el libro más vendido en los últimos meses. A la gente la mueve la morbosidad. ¿Lo toma o lo deja?

—Todavía no le he contado lo que pretendo. ¿No puede concederme ni unos minutos?

—No, márchese.

—Usted fue su profesora de teatro. A fuerza de haber pasado tiempo con él tiene que conocer detalles de su persona que a otros les haya pasado por alto.

—Señor Brennan, si en realidad estuviera ocultando información sobre Connor, ¿cree de verdad que se la confiaría al primer entrometido que me preguntara sobre ello? Si de verdad lo cree, no albergaré duda alguna de que es usted el peor detective que haya existido jamás.

—No soy detective, trabajo en la redacción de un periódico.

—Por lo que veo uno no muy bueno.

Henry se pellizcó el puente de la nariz. Aquella conversación no conducía a ningún sitio.

—Escuche, señorita Skelton. Lo único que pretendo es desentrañar este misterio. He seguido el caso muy de cerca en la redacción, y me gustaría aportar mi grano de arena para ayudar a las autoridades a dar con el paradero de Connor Ripley. Comprenda que para eso necesito investigar e interrogar a los testigos sobre lo ocurrido.

—De modo que no es usted detective, solo el último mono de la redacción en busca de su minuto de oro. Vale, ya me lo ha aclarado todo. Ahora por favor, váyase.



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En el texto hay: venganza, gay romance, young adult

Editado: 06.11.2024

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