Dos años después…
—¡Apártate del camino, Ralph! —levanté la voz, desplazándome con mi patineta por el andén que quedaba frente al hogar geriátrico.
El anciano me miró con inconformidad, refunfuñando como siempre que me detectaba en su radar. Era uno de esos pocos viejos amargados que no toleraba mi presencia en el asilo, porque para ser sincera, todos en ese lugar me amaban. Todos menos Ralph. Estaba claro que el del problema era él y no yo, ¿Cierto?
Me detuve frente a la entrada de la edificación, intentando ser lo más cuidadosa posible, debido a que llevaba conmigo una caja de donas que había cocinado en la mañana, con la intención de despedirme de todas las personas que habían sido importantes para mí en estos últimos años. Todos los hombres y mujeres que residían en este hogar, habían representado para mí la experiencia de tener diferentes e inigualables abuelos. Cada uno me dejó valiosas enseñanzas y no sería fácil desprenderme de ésta etapa de mi vida. Aunque, por un lado, anhelara salir de mi zona de confort, era aterrador pensar en qué sería de nosotras enfrentándonos a la desconocida y gran ciudad. Especialmente, mamá, quien sabía que internamente estaba petrificada con el cambio, pero lo intentaba ocultar.
Ella trabajaba como enfermera en el hogar geriátrico desde que mi hermano mayor y yo teníamos memoria. Nuestra infancia no fue fácil y menos después de que un día, saliendo de la escuela, nos dieran la noticia de que mis padres se divorciarían. Esa primicia para mí, en esa época, fue como si me hubieran prohibido ver mi programa favorito de todas las mañanas, e incluso algo más alarmante y horripilante. Tienen que comprenderme, era una pequeña de tan solo ocho años, que idealizaba a su papá y se imaginaba toda una vida compartida en familia. Nick, a diferencia de mí, pudo entender de mejor manera la situación, siendo tres años mayor, tenía una sabiduría que sobrepasaba la que yo poseía.
El caso es que ese divorcio impulsó a que mamá trabajara arduamente todos los días, para brindarnos a mi hermano y a mí lo mejor que su salario le permitía, puesto que nunca volvimos a tener contacto con nuestro progenitor, ni siquiera para asignarnos alguna mensualidad respectiva que cubriera nuestros gastos. Hoy en día, al cabo de tantos años, el ciclo de ella como trabajadora en el asilo había concluido. Su contrato finalizaría esta semana sin oportunidad de renovación y representando que a partir de la fecha sería una más de los cientos de personas desempleadas en el país. Sin duda, un hecho que nos perjudicaba a gran escala.
Tal motivo llevó a que Nick —el cual residía desde hacía tres años en la ciudad, cursando la universidad y trabajando a su vez— nos ofreciera mudarnos en búsqueda de nuevas oportunidades a la gran manzana. Y eso, precisamente, era lo que haríamos. Viajaría esta misma tarde, razón por la cual el momento de despedirme era inminente.
—¡Llegó boina baige! —anunció una voz femenina, que reconocía a la perfección. Se trataba de Emma, una de las mujeres que más años llevaba en el hogar y la cual había sido una de las más cercana a mí y a mamá.
—Lita Emma —contesté, caminando hacia ella con mi patineta en una mano y la caja de donas en la otra.
Al llegar a su lado, recosté mi medio de transporte contra la pared y abrí la caja, entregándole una esponjosa dona de fresa, sus favoritas.
Ella me observó con emoción, antes de recibir el dulce, gustosa. Ralph quien había terminado de dar su paseo en las afueras del asilo, pasó por nuestro lado, acompañado de una de las enfermeras.
—Están deliciosas, Noelle —murmuró la mujer, con un brillo iluminando sus ojos y saboreándose.
—Y lo mejor es que son gratis —contesté, mirando de reojo al anciano que se había concentrado en nuestra conversación—. Exceptuando a Ralph el demoledor, él sí debe pagar.
El viejo abrió la boca con indignación, lanzando un resoplido.
—No me apetece probar esos postres desabridos, son los peores de la ciudad, ¡Qué digo de la ciudad, de toda Inglaterra! —contratacó Ralph, logrando que Emma y yo riéramos.
—No mientas, Ralph, sabemos perfectamente que amas los postres de esta pequeña. Rudy te descubrió asaltando el horno la semana pasada, justo cuando Noelle nos trajo aquellas galletas de banana. —Las palabras de ella dejaron enmudecido al hombre. Él no supo si ponerse rojo, morado o azul, sinceramente su rostro se tornó de todos los colores.
Una risotada se me escapó, abrí la caja de donas y le entregué una de chocolate, que también tenía conocimiento de que eran sus preferidas. Ralph sabía que tenía potencial para esto, no era una experta, pero desde la secundaria aprendí distintas recetas de repostería que actualmente sabía preparar a la perfección.
Me encantaba cocinar cualquier tipo de postres, era una forma de glasear corazones y dibujar sonrisas con sabor. Era una manera autentica de endulzar y alegrar la vida de las personas.
Mi meta al momento de partir a la ciudad, sería entrar a la Escuela Superior Luceé Hamilton de Repostería. Se trataba de una institución donde se formaban a los más representativos iconos de tal área de la gastronomía, pero en la que se debía pagar una mensualidad bastante elevada y poco asequible para mis bajos recursos económicos. Pese a eso, me quedaba una esperanza, y se trataba del concurso anual de repostería que realizaba Luceé Hamilton, con la finalidad de darle oportunidades a personas como yo. Los dos primeros lugares recibían una beca en el instituto, para poder cumplir su sueño de ser reposteros. Sin duda, allí debía llegar.
Dejé de fantasear con la probabilidad de convertirme en repostera profesional y hablé:
—En realidad, también preparé donas para ti, Ralph. —Apretujé sus cachetes, mientras sostenía en su mano la dona—. Para que se te pase ese genio de hombre ochentón y soltero.