Un Caballero para Lilian

CAPÍTULO 24

Los días pasaron entre el sol y las nubes que ocultaban el cielo azul para dejar paso a frías tardes hasta que, cuando menos se esperó, llegó la mañana en que, como si se tratara de su peor pesadilla, Lord Thomas veía la carta que sostenía en manos entre la palidez del pánico y la rabia por no haber conseguido lo que deseaba, leyendo y volviendo a leer las palabras escritas a tinta que aborrecía aun después de años de haber recibido el mismo mensaje, salvo que en esa ocasión la suerte estuvo de su lado. Eric, que estaba sentado un poco apartado de su progenitor en el comedor, continuaba su desayuno ignorando el violento golpe que el marqués dio contra la mesa dejándole saber la respuesta de esa carta: Lord Thomas debía de ir a la lucha.

—Yo les dije, les reiteré una y mil veces que no puedo ir —dijo entre dientes a pesar del poco interés que parecía tener su hijo, pues seguía degustando el desayuno como si nada malo hubiese pasado—. Incluso les envié dinero y… —sostiene una bolsa pequeña que, al sacudirla, se podía oír con claridad el sonido de las monedas— ¿Escuchas eso, hijo mío? ¡Esos bastardos se quedaron con la mitad y me regresaron el resto como consuelo por rechazar mi oferta! ¡¿Qué basura es esa?!

Dejó con brusquedad la bolsa sobre la mesa con una indignación que llevaba años que no sentía. No deseaba ir, jamás quiso participar en esa guerra, ¿para qué debía ir un hombre que lo tiene todo, arriesgando sus riquezas y títulos, si para ello existían muchos muertos de hambre que por un poco de migajas para su familia lucharían sin rechistar? ¡Para eso vivían esas ratas, a él que no le molesten! Esto no podía estar pasando, justo cuando había alejado a su mojigata y poco agraciada esposa para poder divertirse en burdeles y fiestas clandestinas donde las mujerzuelas los atendían en grupo satisfaciendo sus más oscuros deseos, justo cuando ya no necesitaba de esa tabla llorosa cuando podía tener a diez rameras a su disposición, él debía de ir a la guerra a sufrir precariedades que no le interesan, arriesgándose al peligro de encontrarse con la muerte en menos de una hora.

Para Eric, Thomas era cobarde, tan cobarde que no valía la pena de hacer algún comentario para consolarlo. No debía porque primero, era el deber que dictó la corona, y segundo, porque no sentía querer ser atento con él. Al ver el desinterés de su heredero, el marqués se lo recrimina con la actitud de la peor de las señoras histéricas obteniendo así un simple comentario de parte de Eric en el que, tal vez y sólo tal vez, le habían rechazado la “oferta” porque el país podría estar perdiendo la guerra. Lord Thomas, luego de reflexionar ya que no había leído las noticias últimamente, se lo creyó aun para su disgusto, sin darse cuenta que había sido todo planeado por su propio hijo. Eric, al haberse dejado llevar por su impulsividad que le hacía formular planes, había enviado una carta desde Somerset al regimiento solicitando rechazar cualquier petición que su padre pudiese hacer, agregando darles un trato especial una vez estuviese en batalla.

¿Se arrepentía? Esperaba nunca hacerlo, pero ver la casa hecha un desastre cuando regresó le hizo desear que ese hombre tal vez se lo merecía.

Por otro lado, a él también le había llegado una carta salvo que, a diferencia del resto, le daban la opción de rechazarlo por el bien del título aristocrático, opción que enfurecía todavía más al marqués ya que, como costumbre, había sido el primero en leer la correspondencia.

De pronto, justo cuando degustaba el último trozo de pan, una mujer apareció por el comedor bostezando como un perezoso y estirándose como una gata callejera. Era alta, con cabellos de un rubio opaco, labios rojizos y un vulgar vestido color rojo sangre que no ocultaba para nada los atributos que, por un segundo, se preguntó si sus senos escaparían en cualquier momento. La vio caminar como si nada, acercándose al marqués para saludarlo con un fogoso beso que pudo mejorar un poco el ánimo abatido del hombre. Eric los observó con frialdad pues era evidente que se trataba de una meretriz a la que su padre había vuelto a traer, aunque a esta nunca la había visto.

—Es una vergüenza que ahora que no está la marquesa —hizo énfasis en el título de su madre—, traigas a rameras que desprestigian la imagen que tanto deseas cuidar.

La mujer sonrió con sarcasmo, posando su mano en la cintura en una actitud que dejaba en claro que palabras así no la intimidaban ni incomodaban.

—Me llamo Rubí, cariño —dijo la rubia con un tono seductor—, pero puede llamarme cómo quiera. Le aseguro que podría enseñarle por qué su padre me prefiere entre todas las demás.

—¿De qué hablas, mujer? —inquirió de inmediato el marqués sin haberle gustado que Rubí coqueteara con su hijo pese a saber que, después de todo, era solo una ramera que gustaba tener sexo con cualquiera que se cruzara en su camino.

—Ay, sólo fue un decir, amor —ella le tomó del rostro para volver a besarlo sin importarle la presencia del otro hombre cuando su marqués, aquel horrible hombre, podía seguir manteniéndola como su favorita para comprarle todo lo que quisiese a cambio de placer.

Aunque amaba el sexo —al que se acostumbró desde el burdel de mala muerte de la que provino antes de llegar al negocio de Madame Dubois—, aguantaría cada salvajada que este sujeto le hiciese con tal de lograr cumplir sus caprichos. Y, hasta ahora, el marqués jamás le había fallado.

Eric se levantó cuando los ruidos molestos de los besos y las risas cariñosas le quitaron el apetito y, al estar por abandonar el comedor, se volvió tan sólo para preguntarle a ese hombre si había estado atento a su madre y hermana. Thomas tuvo que apartar un poco a Rubí para responder que no estaba interesado en que Annette volviese tan pronto y en lo que respecta a la mocosa Lilian —tal como se había referido—, eso ya no era su problema. Eric volvió a detallar a Rubí que se reía gustosa por saber que aún podía estar allí antes de percatarse que, en cuanto notó que el joven Gallagher le veía demasiado la boca, prefirió voltear a otro lado a sabiendas de lo que vio y lo que podría ser su ruina.




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