Un corazón para el duque de Lancaster

PROLOGO

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Haven House, 1816

 

Un caballo a todo galope se acercó repentinamente a la casa de campo del duque de Lancaster; sitio que, después de una intensa jornada de caza, se encontraba en súbito silencio.

Arthur Wellesley, duque de Lancaster, ordenó que llenaran la bañera con agua tibia para poder relajar sus músculos, mientras sopesaba la posibilidad de aceptar la oferta matrimonial que le había hecho esa misma tarde su mejor amigo: Thomas Cromwell, conde de Essex.

Su pequeña Susan, como llamaba con cariño a su hermana menor, se encontraba incursionando su segunda temporada y había rechazado innumerables ofertas de matrimonio por su ferviente convicción de casarse por amor. Aunque, era improbable que no consiguiera un buen partido, tanto por su cuantiosa dote como por su innegable belleza, consideraba que lord Essex era el candidato más adecuado y no quería dejar pasar más tiempo para tomar una decisión sobre el asunto.

Mientras se despojaba de sus prendas y se metía al agua, suspiró complacido ante la idea de una unión entre el conde y lady Susan. Sería perfecto y su pupila concretaría un excelente matrimonio con el hombre a quien consideraba como hermano.

Su cabeza reposaba en el borde de la tina y su musculoso cuerpo se hallaba hundido en el agua cuando la puerta se entreabrió con sigilo. Sonrió con malicia sin abrir los ojos; sabía de quién se trataba.

Oyó el suave sonido del agua rellenar la bañera, y luego unas pequeñas pero firmes manos tallaron su pecho a la vez que los diminutos dedos hurgaban y tiraban con cuidado del denso vello oscuro del torso.

—Te estaba esperando… —murmuró animado a Mery, la exuberante criada que se ocupaba de atenderlo cuando él se encontraba en Haven House, lejos de todo protocolo y etiqueta obligatoria que lo refrenaba siempre de decir o hacer lo que en realidad deseaba.

Tomó de las muñecas a la criada y la hizo caer al agua, sobre sus piernas. Abrió los párpados despacio para dejar a la vista aquellos ojos tan pardos y brillantes como los de un felino a punto de cazar a su presa.

Mery jadeó al intuir lo que le haría su atractivo y apasionado amo. Sin embargo, en el instante en que cerró sus ojos para recibir los favores de su excelencia, la puerta se abrió de golpe y el duque, sorprendido por tal intromisión, se puso de pie, lo que contribuyó a que la mujer se hundiera en el agua.

—¡Oh, excelencia! —el mayordomo, Geoffrey, desvió la vista. Su amo tomó un paño para cubrir sus partes—. Lamento interrumpirlo, pero ha llegado un mensajero desde Londres y le urge entregarle una misiva en mano propia —se excusó antes de que el duque le reclamara por su manera de ingresar a sus aposentos.

—¿De Londres? —afirmó el mayordomo—. Hazlo pasar a la cocina y dile a la señora Edna que le sirva algo de comer mientras me pongo algo decente. Si es urgente, debió cabalgar sin descanso hasta aquí —instruyó al lacayo, haciendo alusión a su esposa y ama de llaves de la enorme mansión.

—Como ordene, excelencia. —Inclinó con elegancia la cabeza y dirigió su vista reprobatoria hacia la muchacha, que aún no se decidía en salir o no del agua.

—Retírate, Mery —ordenó Arthur sin lugar a reproches—. Al parecer, esta noche no precisaré de tus servicios —acotó con ironía. Miró burlón a Geoffrey, quien reprobaba en silencio la conducta escandalosa de su señor con la servidumbre.

Su excelencia no era conocido precisamente por ser amable o considerado. Siempre había sido dueño de un carácter impetuoso y rara vez le importaba las habladurías sobre su persona. No obstante, había hecho todo lo posible por aparentar afabilidad para que su única hermana nunca tuviera inconvenientes o reproches por la conducta de su tutor y lograra un matrimonio conveniente.

Con el pelo húmedo, ataviado con una camisa amplia de lino, una calza que se ajustaba a sus torneados muslos y botas, Arthur bajó hasta la cocina dispuesto a averiguar la urgencia del mensajero.

Este, en cuanto lo vio, se incorporó de inmediato para realizar una torpe reverencia.

—Olvide las formalidades. ¿Cuál es la urgencia? —increpó con voz gruesa y el ceño fruncido.

El hombre se apresuró a extraer de su vieja chaqueta la misiva y se la entregó de inmediato.

Arthur, al identificar el sello del sobre, lo abrió extrañado.

¿Por qué el vizconde de Lyngate le enviaría un recado tan urgente?

Patidifuso, rompió el sello para dar con la inesperada nota que, a medida que la leía, desencajaba más su semblante. Geoffrey y Edna quedaron turbados al ver palidecer tanto a su señor, quien se tambaleó y tuvo que sostenerse de la mesa para no caer al suelo.

—Excelencia… —susurró Geoffrey, preocupado y con suma curiosidad sobre el contenido de la carta que perturbó tanto a Arthur.

—A-a-aquí… —tartamudeó; su mano tembló al levantar la misiva— dice que es un hombre de confianza —se dirigió al mensajero.

—El vizconde me ha ordenado servirlo en todo cuanto usted ordene, excelencia.

—¿Sabe el contenido del mensaje? —inquirió, y el hombre afirmó—. ¿Cuándo… ocurrió? —su voz salió estrangulada.




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