Un corazón para el duque de Lancaster

CAPITULO 2

Londres

En Devon House, lady Claire Bradbury despertó con su habitual buen humor y tocó la campana para que su doncella acudiera a ayudarla a arreglarse. Se sentó ante el tocador, dejando que Amalia le cepillara la lustrosa melena castaña, mientras miraba fijamente sus ojos azules pálidos, reflejados en la superficie pulida del espejo. El elegante recogido liberaba algunos mechones que enmarcaban su delicioso rostro de belleza clásica, cuyo fuerte eran los labios carnosos y sonrosados. Había aceptado un paseo a caballo por Hyde Park con lord Essex, por lo que la doncella escogió un traje de montar color azul clásico que le sentaba de maravilla a su piel alabastro y realzaba su esbelta figura.

De todas las invitaciones que recibió para ese día, prefirió la del conde de Essex más que nada por curiosidad. Él no había demostrado interés hacia ella en el baile de los duques de Derby, y, desde la repentina muerte de la dama a quien pretendió la temporada pasada, no había sido visto en eventos sociales hasta ese momento; algo que resultaba bastante llamativo.

El desayuno lo tomó en el comedor en compañía de su madre, con quien se disculpó cuando el mayordomo le anunció la llegada del conde, quien fue bastante insistente en escoger su montura de entre los nuevos ejemplares que había adquirido en su viaje al extranjero.

Sobre el lomo de una vivaz yegua gris, Claire lucía soberbia mientras avanzaba en un trote apacible al lado del semental bayo que montaba lord Essex.

El parque se encontraba casi vacío, ya que era temprano para los habituales paseos matutinos que daba la flor y nata de la alta sociedad.

—Me sorprendió bastante su invitación, milord —inició Claire, para romper aquel rígido e incómodo silencio que envolvió el momento.

Thomas Cromwell, conde de Essex, era un hombre alto, atlético y rubio, el clásico caballero inglés con una seriedad imperturbable y una mirada celeste indescriptible. A pesar de su reserva, siempre se lo consideró un hombre bastante atractivo y un candidato ideal para cualquier dama de edad casadera. Sin embargo, se había ido de Londres hace un año, y acababa de regresar.

—¿Eso significa que solo aceptó mi invitación por pura curiosidad, milady? —replicó complacido.

Claire no pudo negar que había acertado y se limitó a sonreír sin darle respuesta.

—Había oído que se encontraba residiendo en América. ¿Puedo preguntar el motivo de su repentino regreso? —inquirió ella un tanto audaz.

El conde abrió los ojos con sorpresa por el aplomo que demostraba Claire.

—Este año cumplo treinta y es tiempo de escoger esposa, milady.

—¿En América no hay mujeres que cumplan los requisitos para convertirse en su condesa, milord?

Thomas, después de mucho tiempo, rio con ganas al oír su conjetura.

—¿Puedo decirle algo con absoluta franqueza? —Preguntó él, y ella afirmó con la cabeza—. Resulta bastante gracioso que, para personas de nuestro estatus, que ostentamos poder y riqueza, no podamos escoger a la persona con quien pasaremos el resto de nuestra vida. Ese es el principal motivo de mi regreso a Londres: buscar a la candidata adecuada, según las perspectivas de nuestra sociedad, para continuar el linaje familiar.

—Comprendo… —susurró ella un tanto apenada por abordarlo de esa manera.

—Me agrada que no se guarde nada, milady. Por damas como usted vale la pena renunciar a la soltería. He oído que no le han faltado propuestas, pero que no ha aceptado ninguna. ¿Puedo saber cuáles son los requisitos para que el caballero en cuestión llegue a conmoverla?

Esta vez quien rio con ganas fue ella.

—No existen tales requisitos. Solo no me he sentido tan segura o muy desesperada para aceptar las ofertas que he recibido.

—Ya veo… —murmuró Essex, dando por terminada esa reveladora conversación.

Ambos siguieron en silencio con su paseo bajo la atenta mirada de la carabina de Claire, quien a lo lejos se había reunido con otras mujeres que llevaban a los hijos de sus señores a jugar al parque.

—Creo que debemos regresar —sugirió ella, intentando tirar las riendas de la yegua gris para dirigirla hacia la entrada del parque. Sin embargo, esta se negó a obedecer la orden de quien la montaba y comenzó a inquietarse.

—¿Necesita ayuda, milady?

El semental bayo se acercó a la yegua gris y Claire, quien se consideraba a sí misma una consumada amazona, negó con un movimiento de cabeza.

—Puedo con ella, milord —dijo tajante.

El conde se alejó un poco de ella, sin perderla de vista ni un segundo. Sería fatal que algo le ocurriera a la dama en su compañía.

Claire trató de dirigir la situación manteniéndose firme e imperturbable sobre el animal, que cada vez se removía con mayor fuerza, y en ese momento supo que corría peligro. Cuando estuvo a punto de pedir ayuda a lord Essex, la yegua se volteó de improviso y echó a correr por un ancho camino que se adentraba a la parte más boscosa del parque.

Intentó mantener la calma y se aferró a su montura a sabiendas de que su vida dependía de ello. Tiró varias veces más de las riendas, pero fue inútil: la yegua estaba furiosa por algo que Claire no comprendía.




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