Estoy un poco nerviosa ya que hoy es mi primer día de clase. Emma y yo hemos bajado a desayunar a la cafetería del campus. La cafetería es bastante grande, y está muy animada a estas horas de la mañana. Hay varias mesas de distintos tamaños.Esta muy iluminada y con grandes ventanales que entra la luz natural. Las mesas están repartidas en distintos sitios las más grandes hay grupos de estudiantes charlando sobre varios temas, también hay pequeñas donde algunos estudiantes vienen a tomarse un café tranquilamente y a relajarse. El ambiente es acogedor un lugar muy animado y lleno de vida.
El ambiente mezcla el murmullo constante de conversaciones con el sonido de tazas y platos, y a veces música suave de fondo. Hay una barra donde se sirven cafés, tés, zumos naturales y todo tipo de bebidas, junto a una vitrina con bocadillos, ensaladas, bollería y opciones vegetarianas. El olor a café recién hecho se mezcla con el de los croissants calientes.
Muchos estudiantes tienen sus portátiles abiertos, otros leen apuntes o libros, y hay alguno con cara de sueño apurando un café antes de clase. Algunas paredes están decoradas con carteles de eventos del campus, arte estudiantil o pizarras con frases motivadoras.
Ha pasado media hora y ya es hora de ir a clase. Al entrar ya hay muchísimos alumnos Emma y yo nos sentamos cerca para poder escuchar al profesor o profesora. Estoy bastante nerviosa. Seguimos hablando, riendo... Al lado de Emma hay un chico y una chica con los que empezamos a hablar.
El murmullo de los estudiantes llenaba el aula como un enjambre inquieto. Algunos hojeaban sus libretas, otros miraban el móvil. Nadie sabía exactamente qué esperar del nuevo profesor de Arqueología y Antropología del primer cuatrimestre.
Entonces, la puerta se abrió con suavidad. No fue un golpe dramático ni una entrada aparatosa. Fue como si el aire mismo se hiciera a un lado para dejarlo pasar.
El Dr. Elías Navarro entró con paso firme pero relajado. Llevaba una chaqueta de lino color arena, una bufanda ligera alrededor del cuello y una carpeta de cuero gastado bajo el brazo. Sus ojos, de un verde casi gris, recorrían el aula con una mezcla de curiosidad y calma. No necesitaba levantar la voz para hacerse notar: su presencia bastaba.
Se detuvo frente a la pizarra, dejó la carpeta sobre la mesa, y miró a los alumnos sin decir nada durante unos segundos. El silencio fue cayendo como una niebla. Luego habló, con una voz clara, profunda y tranquila:
—Bienvenidos a un viaje. No uno turístico, ni uno académico en el sentido estricto. Lo que vamos a hacer aquí es escarbar en el tiempo, pero también en ustedes mismos. Porque cada ruina, cada hueso, cada símbolo que encontremos… nos está hablando. Solo hay que aprender a escuchar.
Una chica de la primera fila bajó la mirada, como si acabara de ser leída por dentro.
—Soy Elías Navarro. No quiero que me llamen “doctor” si no les nace. Lo importante aquí no es la autoridad, sino la conexión.
Sacó de su mochila un objeto envuelto en tela: una figurilla tallada en piedra, de aspecto antiguo y misterioso. La alzó con delicadeza, como quien sostiene algo sagrado.
—¿Qué creen que es esto? ¿Una deidad? ¿Un amuleto? ¿Un simple adorno? —Pausó, sonriendo—. No se apresuren. Aprender a mirar es el primer paso para entender el pasado.
El silencio se mantuvo por unos segundos más, mientras los estudiantes observaban la figura en sus manos. Algunos trataban de adivinar su origen, otros simplemente se dejaban envolver por la energía que irradiaba el objeto.
—Este pequeño ídolo —dijo Elías mientras lo dejaba sobre la mesa— fue hallado en una cueva de los Andes, a más de 3.000 metros de altitud. Tiene más de mil años, y aún no sabemos con certeza qué representa. Algunos creen que es un símbolo de fertilidad. Otros, una divinidad solar. Yo prefiero decir… que es una pregunta.
Se giró hacia la pizarra y escribió con letra elegante:
“La arqueología no busca respuestas. Busca preguntas mejores.”
—Esto es lo primero que quiero que recuerden. Los arqueólogos no estamos aquí para imponer verdades, sino para desenterrar posibilidades. Cada fragmento que encontramos es un hilo. Un hilo que puede llevarnos a una historia, a una emoción, a una visión del mundo completamente distinta a la nuestra.
Caminó despacio entre las filas de pupitres, observandonos con interés genuino, como si ya estuviera trazando un mapa mental de nuestros potenciales.
—Muchos de ustedes están aquí porque vieron películas de aventuras, o porque sienten fascinación por las pirámides, las ruinas, los jeroglíficos. Está bien. A mí también me atrapó eso en su momento. Pero hay algo que ningún libro ni documental les cuenta: que el trabajo real del arqueólogo ocurre tanto afuera, en el terreno, como dentro… muy dentro de uno mismo.
Volvió a la mesa, sacó una libreta con cubiertas de cuero envejecido y la abrió por una página marcada con una pluma seca.
—Les contaré una historia. Hace unos años, en Egipto, trabajábamos en una excavación en las cercanías de Saqqara. Encontramos una cámara sellada, sin registros. Al abrirla, descubrimos un mural... pero no eran jeroglíficos normales. Eran símbolos que no coincidían con nada conocido. Como si alguien, hace miles de años, hubiese querido dejar un mensaje para el futuro… pero solo para quienes supieran mirar más allá de lo evidente.
Su voz bajó un tono, como si hablara para sí mismo, pero con la intención de ser escuchado.
—Hay lugares que no solo guardan historia. Guardan memoria energética. Y si uno está lo bastante despierto… puede sentirla.
Un leve escalofrío recorrió la sala. Nadie se atrevía a interrumpirlo.
—La arqueología que vamos a explorar aquí no se limita a catalogar objetos. Vamos a hablar de símbolos, de mitos, de intuición, y de conexión con lo sagrado. Así que si buscan certezas… tal vez este no sea su curso. Pero si buscan un viaje interior disfrazado de ciencia… entonces bienvenidos.