Un día en el parque de diversiones

CAPÍTULO 1

El señor Rafael presionó tres veces el claxon de su automóvil Mazda.

—¡Muévanse! —gritó con la cabeza fuera del vehículo. El estar atrapado durante dos horas en aquella larga fila de automóviles lo habían puesto eufórico, a tal punto de que su rostro estaba completamente enrojecido.

—Te sugiero que dejes de gritar o me vas a causar una migraña —le reprochó Raquel, su esposa, quien era una mujer de cabello castaño claro y piel blanca, y tenía puesto un vestido blanco que casi le llegaba a las rodillas y un cinturón negro.

—¿Qué demonios sucede? —gritó mientras presionaba con más insistencia el claxon.

La señora Raquel giró los ojos hacia arriba y apartó la vista hacia su ventana. Al poner los dedos en su sien, pudo sentir como una vena le sobresaltaba. Esto la puso alterada de lo que ya la tenía su esposo. Rápidamente abrió el bolso que tenía en el regazo y comenzó a buscar un espejo. Cuando logró encontrarlo, su celular, que estaba al lado, vibró. Al ver la pantalla leyó un mensaje que decía: ¿Qué haces?

La mujer sonrió. Al ver de reojo como su marido le seguía gritando al auto de enfrente, sonrió pícaramente y comenzó a teclear.

En el asiento trasero, junto a la ventana del lado izquierdo, Adrián, un niño cuyo conjunto se basaba en un traje azul con una camisa blanca por dentro y un moño, observaba con asombro la imponente montaña rusa. Era de un color rojo tan intenso, que se hacía notar desde muy lejos. Además, era tan grande, que estaba seguro de que al subir podría tocar el cielo, y de recuerdo, tomar un pedazo de alguna nube.

—Papi —habló Adrián con voz dulce.

—Con un demonio, ya muévanse. No tengo todo el día —gritó con la mitad del cuerpo fuera del auto. Al entrar de nuevo, respiró profundamente, y al sacar el aire, salió tan caliente que se sintió como una máquina de vapor.

—Papi —habló de nuevo Adrián, pero esta vez su tono era nervioso.

—¿Qué quieres? —volteó al verlo con una mirada seria.

—¿Qué tan grande crees que sea la montaña rusa? —señaló por su ventana.

Rafael miró por el parabrisas con disgusto. Intentaba obtener algún número, pero la luz del sol le impedía ver con claridad hasta donde llegaba. Con más frustración que antes, recargó su espalda en el asiento y miró por el retrovisor a su hijo quien, como cada vez que hacía una pregunta, esperaba ansioso una respuesta de él.

—No lo sé hijo, es… muy alta.

—Pero…

—Oye ¿por qué preguntas eso si no vas a subirte?  Le temes a las alturas.

—No es cierto —dijo con asombro el niño.

La señora Raquel sonrió al bajar las manos a su regazo y volteó a ver el hombre.

—Para tu información, el niño no le tiene miedo a las alturas. Le tiene miedo al agua. Lo sabrías si convivieras más con él.

—Mamá —habló de inmediato Adrián—, tampoco le tengo miedo al agua.

La señora Raquel miró rápidamente hacia el asiento trasero.

—¿A no? —preguntó arqueando las cejas. Adrián negó rápidamente con la cabeza.

Sin decir nada, la señora regresó la vista hacia el frente.

El señor Rafael volteó hacia su ventana. Raquel se dio cuenta de que trataba de contener la risa, pero lo que no contuvo, fue formular una palabra en silencio. Las letras que pudo adivinar fueron la p, la n, la e, la j y la a.

—Cariño —dijo con dulzura. Rafael volteó a verla con una sonrisa de suficiencia— ¿Podrías decirme que tengo en los labios? —preguntó mientras seguía las líneas de sus labios con el dedo medio. La sonrisa de Rafael desapareció y volvió a mirar hacia el frente mientras apretaba con ambas manos el volante



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En el texto hay: misterio, suspenso, problemasfamiliares

Editado: 04.11.2019

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