Un giro inesperado

Capitulo 1: El salto a Neraida

Gibrán sintió un estremecimiento repentino. Todo giró a su alrededor, y antes de poder reaccionar, cayó de espaldas al suelo. Abrió los ojos con un sobresalto… y supo de inmediato que algo no estaba bien.

La casa había desaparecido. También la alberca, la calle pavimentada, el portón donde esperaba a su madre… todo había sido reemplazado por una vegetación densa y extraña que lo rodeaba por completo, como si hubiese despertado dentro de un bosque que no existía en su mundo.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Se arrodilló apresuradamente, palpando el suelo con manos temblorosas, como si encontrar aquel objeto que se le había caído pudiera regresarlo a casa. No lo encontró.

Se levantó de golpe y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Mamá! ¡Maaaamaaa!

—¡Maaaamaaaa! —repitió el eco entre los árboles, burlón… o quizá esperanzador. No lo sabía.

Volvió a gritar, una y otra vez. Pero no hubo respuesta.

Aturdido, echó a correr. No sabía hacia dónde, pero moverse parecía mejor que quedarse quieto. A su alrededor, el paisaje era completamente ajeno: un sendero de piedras redondas y perfectamente alineadas serpenteaba entre árboles altísimos, cuyas copas se movían sin viento visible. De entre sus raíces brotaban flores de colores imposibles: violetas con manchas doradas, pétalos que reflejaban la luz como espejos, y otras que parecían emitir un zumbido bajo al rozarlas.

Era hermoso. Casi demasiado.

Pero también inquietante.

Gibrán desaceleró el paso. Comenzó a caminar con cautela, atento a cada sonido, cada sombra. No tenía idea de a dónde iba, pero ese sendero parecía… invitarlo.

Tras andar lo que bien podrían haber sido kilómetros, divisó a lo lejos un pequeño asentamiento. Un grupo de casas pintorescas, construidas con hojas trenzadas, con ventanas hechas de pétalos abiertos al sol. Todas eran ovaladas, como semillas a punto de florecer, en tonos verdes, tierras y ocres suaves.

Gibrán entrecerró los ojos. Ese lugar no podía ser real. Y, sin embargo, estaba ahí.

A medida que Gibrán se acercaba al pueblo, un murmullo creciente comenzó a envolverlo. No era del todo humano: una mezcla de zumbidos suaves, susurros agudos y campanillas lejanas que parecían provenir del aire mismo.

Entonces los vio. Seres extraños lo observaban desde los bordes del sendero, ocultos entre flores y ramas traslúcidas. Tenían alas delicadas como las de una libélula, ojos grandes de iris líquido, rostros alargados y extremidades esbeltas de un tono gris perlado. De sus cabezas brotaban antenas luminosas que pulsaban suavemente con distintos colores. Vestían túnicas de lino en tonos suaves—lavanda, verde agua, terracota—ajustadas con finos cintos dorados que parecían hechos de polvo de estrella.

Los adultos eran apenas un poco más bajos que un humano promedio, pero los niños… los niños medían menos de sesenta centímetros y flotaban levemente al caminar, como si apenas tocaran el suelo. Todos lo miraban con cautela. Con miedo. Hacía generaciones que no veían a un humano. Solo quedaban historias, cuentos susurrados por los sabios alrededor de hongos que brillaban en la oscuridad.

Poco a poco, comenzaron a rodearlo. No como una amenaza, sino como quien se acerca a algo sagrado o improbable. Gibrán, inmóvil entre el asombro y el miedo, se aferraba a su respiración como única ancla.

Los seres comenzaron a comunicarse entre ellos: zumbidos cortos, seguidos de destellos en sus antenas. Cada destello tenía un matiz distinto: unos como chispas verdes, otros como brumas rosadas. Aunque no comprendía el significado de esos intercambios, Gibrán deseó con todas sus fuerzas poder entenderlos.

No hubo tiempo para preguntas.

Con movimientos lentos y considerados, los habitantes comenzaron a empujarlo suavemente hacia un sendero oculto que se abría entre ramas abiertas como cortinas. Gibrán, todavía aturdido, los siguió.

El camino lo condujo hasta una gran estructura de forma hexagonal, tallada en lo que parecía ser ámbar vivo. El edificio era traslúcido, orgánico, como si hubiese crecido en ese mismo lugar en lugar de haber sido construido. Las paredes capturaban la luz del sol y la devolvían en destellos dorados, naranjas y ambarinos, como si la luz bailara en su superficie.

Al cruzar el umbral, el aire cambió de inmediato. Se volvió más denso, cargado de un aroma dulce y embriagador que recordaba a flores recién abiertas. La atmósfera parecía viva. Las columnas se curvaban como tallos de flores gigantes, y el suelo era una resina ámbar que amortiguaba sus pasos con una suavidad que rozaba lo irreal.

En el corazón del recinto, sobre una plataforma elevada rodeada por pétalos flotantes, se alzaba una figura majestuosa.

No habló. No necesitó hacerlo.

Su sola presencia irradiaba calma, poder, y algo que Gibrán no supo nombrar… pero que entendió era la líder. Y él había sido traído allí por una razón.

La criatura portaba una corona de flores: tulipanes rojos y morados entrelazados con alcatraces blancos que caían como una cascada sobre su frente. Su túnica, aunque similar a la de los demás, era claramente distinta: más fina, bordada en hilos dorados que atrapaban la luz como si respiraran sol. En su mano izquierda sostenía un cetro de madera pulida, adornado con diminutos diamantes y esmeraldas incrustadas como gotas de rocío.

Sus alas eran distintas. Más grandes. Tornasoladas. Cada movimiento proyectaba destellos iridiscentes que hipnotizaban la mirada, como si cada color escondiera un secreto.

—Hola —dijo una voz suave que no cruzó por los oídos de Gibrán, sino que flotó directamente en su mente, como un susurro envuelto en brisa—. Me llamo Alondra, y soy la reina de las Anisoperium, del país de Agestes.

Con elegancia, la reina extendió una copa formada por un alcatraz abierto. Los pétalos firmes y curvados creaban un cáliz perfecto. En su interior, un líquido amarillo con reflejos dorados danzaba como si tuviera vida propia.




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