Un giro inesperado

Capítulo 5: Voces en el remolino

Gibrán llegó corriendo al laboratorio de ciencias, con la respiración entrecortada y el corazón golpeando como tambor de guerra. El profesor Guerrero se encontraba al fondo del aula, organizando materiales para la práctica del día: vasos de precipitados, mecheros Bunsen, tubos de ensayo y frascos etiquetados con nombres que parecían hechizos químicos.

—Calma, chico. ¿Cuál es la prisa? —dijo el maestro, sin levantar la vista, mientras pesaba con precisión un polvo blanco sobre una balanza digital.

—Profe… ¿tiene los resultados de la muestra que le di el lunes? —preguntó Gibrán, aún jadeando.

El profesor se rascó la cabeza, como si intentara desempolvar la memoria.

—Mmm… sí, sí… espera… ¿dónde dejé esos papeles?

Se dirigió a su escritorio, removió un par de carpetas, esquivó una torre de libros y finalmente exclamó:

—¡Ajá! Aquí están.

Tomó una hoja con anotaciones a mano y se la extendió a Gibrán. Sus ojos recorrieron el informe con creciente inquietud:

Muestra de agua contaminada.

  • 15% plomo

  • 20% mercurio

  • 45% nitratos

  • 38% fosfatos

  • Presencia de pesticidas, herbicidas y compuestos orgánicos persistentes

  • Color: verdoso metálico

  • Olor: fuerte, turbio

  • Contiene altas concentraciones de bacterias, virus y parásitos

Gibrán frunció el ceño, rascándose la cabeza.

—¿Y… qué quiere decir todo esto?

El profesor soltó una risa breve, sin humor.

—Quiere decir que esa muestra es altamente contaminante. Es un cóctel tóxico. Si alguien bebiera de ese estanque, podría enfermar gravemente… incluso morir. ¿De dónde la sacaste?

Gibrán tragó saliva.

—De un estanque… detrás de una fábrica abandonada, en las afueras de la ciudad.

El profesor lo miró con seriedad por primera vez.

—¿Una fábrica? ¿Qué tipo de fábrica?

—De baterías, creo. Está medio derruida, pero aún hay desechos saliendo de una tubería.

Guerrero se cruzó de brazos, pensativo.

—Eso explicaría los metales pesados. El plomo y el mercurio no aparecen así como así. Y los nitratos… eso es escurrimiento industrial. ¿Dices que sigue vertiendo residuos?

Gibrán asintió.

—Sí. Y no solo eso… hay animales muertos alrededor. Muchos.

El profesor guardó silencio unos segundos. Luego dobló el informe con cuidado y lo guardó en un sobre.

—Esto es grave, Gibrán. Muy grave. Voy a reportarlo a las autoridades ambientales. Pero necesito que me prometas algo.

—¿Qué cosa?

—Que no vuelvas a acercarte a ese lugar. Es peligroso. No solo por la contaminación… sino por lo que pueda haber ahí.

Gibrán bajó la mirada. No podía prometerlo. No cuando sabía que ese lugar estaba conectado con algo mucho más grande.

—Haré lo posible —dijo, sin mentir… pero sin decir toda la verdad.

Gibrán salió del laboratorio con el sobre en la mano y el estómago hecho un nudo. El aire del pasillo le pareció más denso, como si el mundo supiera lo que acababa de descubrir. Caminó sin rumbo fijo, hasta que una voz familiar lo sacó de su trance:

—¡Gibrán!

Era Angélica, que venía corriendo desde la entrada principal, con el rostro encendido por la urgencia.

—¡Tengo que hablar contigo! Es sobre la fábrica.

Se apartaron del bullicio de los alumnos y se refugiaron en una de las bancas del jardín trasero. Angélica sacó de su mochila una carpeta con documentos impresos, algunos con sellos oficiales.

—Mi papá… —dijo, bajando la voz— me dejó ver unos informes confidenciales. No debí hacerlo, pero… tenía que saber.

Gibrán la miró, expectante.

—La fábrica no está abandonada. Oficialmente, sí… pero en realidad sigue operando en secreto. Hay una empresa fantasma registrada a nombre de un consorcio extranjero. Nadie sabe exactamente qué producen, pero los informes ambientales están alterados.

Abrió la carpeta y le mostró un documento con gráficos y cifras.

—Mira esto. Hace tres años, el nivel de plomo en el subsuelo era casi nulo. Hoy… está fuera de control. Y lo peor: hay registros de pagos a funcionarios para mantener el silencio.

Gibrán sintió que el mundo se le venía encima.

—¿Tu papá sabe todo esto?

—Sospecha. Pero no tiene pruebas sólidas. Y si las tuviera… no sé si haría algo. Está atrapado entre lo que es correcto y lo que lo mantiene en el poder.

Gibrán apretó los dientes. Sacó el sobre con los resultados del laboratorio y se lo mostró.

—Esto lo confirma. El agua está envenenada. Y no solo eso… está viva. Hay algo más ahí. Algo que vibra con la vara.

Angélica lo miró con gravedad.

—Entonces no es solo nuestro mundo el que está en peligro. Es el de ellos también.

El viento sopló con fuerza, como si quisiera llevarse sus palabras. Pero no lo logró. Porque en ese instante, ambos sabían que estaban en el centro de algo mucho más grande.

—Tenemos que volver. Esta vez… más preparados.

Gibrán asintió. Y por primera vez, no sintió miedo. Sintió propósito.

Esa misma tarde, cuando el sol comenzaba a teñir el cielo de naranja, Gibrán y Angélica se encontraron en el parque de siempre, pero esta vez no había risas ni juegos. Solo mochilas cargadas, linternas, guantes, una libreta, y la vara… que vibraba con una intensidad que no había sentido antes.

—¿Estás lista? —preguntó Gibrán, ajustándose la mochila.

—Más que nunca —respondió Angélica, con una determinación que le iluminaba los ojos.

Tomaron el camino hacia el bosque, cruzaron la cerca rota del jardín trasero de su casa, y se adentraron entre los árboles. El aire olía a humedad y óxido. A medida que se acercaban a la fábrica, la vara comenzó a emitir un zumbido sutil, como si reconociera el lugar.

—Está más fuerte que la vez pasada —dijo Gibrán, apretándola con ambas manos.




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