El parque estaba casi vacío. Las hojas crujían bajo los pies de Gibrán y Rebeca su madre caminaban en silencio. El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y el aire tenía ese olor a tierra húmeda que precede a las tormentas.
Gibrán llevaba la vara envuelta en una tela, pero aún así, sentía su vibración constante, como un corazón que no era suyo.
—No has dormido bien —dijo Rebeca, sin mirarlo.
—No —admitió él—. El espejo no responde. Pero algo más sí. Algo que no sé si es de Neraida… o del libro.
Rebeca se detuvo. Lo miró con una mezcla de ternura y miedo.
—¿Y qué te dice?
—Que cruce. Que me necesitan. Pero no sé si es verdad… o una trampa.
Ella asintió lentamente. Luego, sin decir nada más, lo tomó del brazo y lo guió hacia una banca. Al sentarse, Gibrán notó que alguien más los esperaba.
Era la madre de Angélica.
Tenía el rostro cansado, los ojos enrojecidos. En sus manos, sostenía una bufanda morada que Gibrán reconoció de inmediato: era la favorita de Angélica.
—Gracias por venir —dijo ella, con voz baja.
Gibrán asintió, incómodo.
—¿Cómo está?
—Igual —respondió—. Su cuerpo sigue aquí. Pero su mente… su alma… está allá. En Neraida.
Rebeca bajó la mirada. Sabía lo que eso significaba. Sabía lo que implicaba para una madre.
—A veces —continuó la mujer—, me siento frente a ella y le hablo. Le cuento lo que pasa aquí. Lo que tú haces. Lo que su padre intenta arreglar. Pero no sé si me escucha. No sé si… volverá.
Gibrán tragó saliva. La vara vibró con más fuerza.
—Ella está luchando —dijo—. Lo sé. La siento. Pero hay algo allá… algo que la rodea. Que la amenaza.
La madre de Angélica lo miró con intensidad.
—¿Y tú? ¿Vas a cruzar?
Gibrán dudó. Miró a su madre. Luego al cielo.
—No lo sé. Siento que debo hacerlo. Pero también siento que algo me espera. Algo que no es Sairel. Ni Baco. Ni Angélica.
—¿El libro? —preguntó Rebeca, en voz baja.
Gibrán asintió.
—Me llama. Pero no sé si es porque quiere que lo abra… o porque quiere devorarme.
La madre de Angélica se levantó. Se acercó a él. Le puso la bufanda en las manos.
—Si decides cruzar… llévala contigo. Tal vez le recuerde quién es. Tal vez le recuerde que aún tiene un hogar.
Gibrán la sostuvo con cuidado. Y por un instante, la vara dejó de vibrar.
Solo por un instante.
En lo profundo de la caverna, donde las raíces negras colgaban como garras y el aire olía a savia podrida, Umbra sostenía el Necromicron entre sus manos. El libro temblaba, como si respirara con esfuerzo, como si algo dentro de él quisiera salir… o escapar.
Las runas en su superficie se agitaban como gusanos de tinta viva, y una energía púrpura se filtraba por las grietas del altar de piedra. El aire vibraba con un zumbido grave, como si el mundo mismo contuviera el aliento.
Biff caminaba en círculos, murmurando palabras en una lengua olvidada. Su voz era un zumbido rasposo, como si hablara no con la boca, sino con el alma.
—Escúchame… —susurraba al libro—. Él es tu llave. Tu herida. Tu reflejo. Llama a Gibrán. Haz que venga. Haz que cruce.
El Necromicron respondió con un pulso oscuro. Umbra no pestañeó. Sus ojos, vacíos, seguían fijos en el centro del libro, como si esperara una orden que ya conocía.
—¿Y si no cruza? —preguntó, con voz hueca.
Desde la penumbra, Zarkon emergió, su silueta alargada y su voz como un enjambre contenido.
—Entonces iremos por él —dijo, con una calma que helaba la sangre—. Pero no hará falta.
Biff no se giró. Solo sonrió.
—Él ya siente el llamado. Ya sueña con nosotros.
Umbra asintió con seguridad.
—Vendrá. Porque no puede resistirse. Porque la vara lo empuja. Porque el equilibrio lo necesita.
Biff se volvió hacia el libro. Colocó ambas manos sobre su cubierta. Cerró los ojos y recita como mantra:
—Llama a tu portador. Llama a tu sacrificio. Llama a tu llave viviente.
El Necromicron vibró con más fuerza. Una página se desprendió y flotó en el aire. En ella, el símbolo triangular brillaba con luz púrpura, latiendo como un corazón oscuro.
Umbra permanecía de pie frente al altar, con el Necromicron aún entre sus manos. El libro ya no temblaba. Ahora latía. Como si esperara. Como si supiera que su momento se acercaba.
Biff lo observaba desde la penumbra, con los ojos encendidos por la obsesión.
—Cuando cruce… no lo toques —dijo con voz baja, pero firme—. No aún. Solo obsérvalo. Estúdialo. Que no sospeche. Que crea que está entre aliados.
Umbra asintió, sin apartar la vista del libro.
—¿Y si me reconoce?
Desde el fondo de la caverna, Zarkon respondió con su voz de insecto:
—No lo hará. No al principio. El Velo aún lo confunde. Y tú… tú eres su reflejo más puro. Su sombra más íntima.
Biff se acercó. Colocó una mano sobre el hombro de Umbra. Su tacto era frío, como piedra húmeda.
—Tú no eres un soldado. Eres una grieta. Una duda con forma. Cuando lo mires, no lo desafíes. Haz que se mire en ti. Haz que dude de sí mismo.
Umbra bajó la mirada. Por un instante, sus dedos se crisparon sobre la cubierta del Necromicron. No por miedo. Por algo más… algo que no entendía.
—¿Y si él… no es como tú dices?
Biff lo miró con dureza.
—No pienses. No cuestiones. Tú no fuiste creado para sentir. Fuiste creado para abrir.
Zarkon se acercó, colocando sobre el altar una pequeña daga de obsidiana, envuelta en hilos de savia seca.
—Cuando llegue el momento —dijo—, bastará una gota.
Umbra tomó la daga. La sostuvo con cuidado. Su reflejo en la hoja no era el de Gibrán. Era el suyo. Igual… pero distinto. Más vacío. Más frío.
—Estoy listo —dijo, aunque su voz tembló apenas.
Biff no lo notó. O no quiso notarlo.
—Entonces ve. El Velo se abrirá pronto. Y cuando lo haga… tú serás la bienvenida.
Umbra se giró. Caminó hacia el pasaje que lo llevaría a la superficie de Neraida. No miró atrás.