Kaia pensó que podría ignorarla. La marca, apenas un dibujo tenue bajo su clavícula izquierda, parecía inocua al principio. Un leve ardor. Un cosquilleo. Como una picadura que no se aliviaba con rascar.
Pero con cada hora que pasaba, la sensación empeoraba. El ardor se extendía como fuego lento, recorriendo su piel como una advertencia viva. Por las noches, no podía dormir. Por las mañanas, su reflejo en el espejo le devolvía una mirada que comenzaba a vacilar entre la rabia y la inquietud.
Había leído sobre las marcas de convocación. Magia antigua. Contratos sellados con sangre y poder ancestral. No se rechazaban. No se rompían. Nadie había tenido éxito en romper uno… y seguir con vida.
—Esto es una locura —gruñó, sentada frente a su microscopio, intentando concentrarse en su tesis de investigación. Pero incluso los glóbulos rojos en la pantalla parecían bailar al ritmo de su rabia.
Llamó a una amiga en la academia médica. Luego a un brujo de sangre que conocía desde la infancia. Nadie pudo ayudarla. Nadie quiso involucrarse.
—Es el clan Thorne, Kaia —le dijo uno, bajando la voz—. No se les dice que no.
Fue al Consejo de Sangre. Pidió audiencia. Se la negaron.
Cuando regresó a casa, encontró su maleta hecha. Su tía abuela la esperaba en el recibidor, el rostro tenso.
—Vendrán por ti esta noche —dijo.
—No pienso ir.
—Kaia…
—No me importa quién se muera. ¡Yo no soy una solución! No soy un recipiente. ¿¡Por qué nadie lo entiende!?
La anciana tragó saliva, sus ojos llenos de una tristeza que no se atrevía a nombrar.
—Si no vas… vendrán con fuerza. Y no vendrán solos.
Kaia no respondió. Subió a su habitación, cerró la puerta con un hechizo de contención y buscó entre sus libros alguna grieta en la magia que la ataba.
Nada.
Cuando el sol comenzó a caer, el aire cambió. Un aullido lejano rasgó el cielo, vibrando como una sentencia. Luego, pasos. Rítmicos. Coordinados. No se molestaban en ocultarse.
Kaia ya los esperaba, de pie en medio de su habitación, su bata de laboratorio todavía puesta, los ojos encendidos como brasas.
La puerta se abrió con un golpe seco.
Cuatro miembros del clan Thorne entraron con capas negras, sin decir una sola palabra. Detrás de ellos, una figura más alta, más silenciosa, con el sello de la autoridad grabado en la túnica.
—Kaia Velren —dijo con voz grave—. Has sido convocada. Ven por las buenas… o vendrás por las malas.
Ella apretó los puños. Un cosquilleo oscuro vibró bajo su piel. Su parte vampira despertaba.
—Vayan al infierno.
Y se lanzó.
Pero solo pudo dar un paso.
La marca ardió como una antorcha encendida, paralizándola al instante. Cayó de rodillas, jadeando, mientras la magia antigua la envolvía como cadenas invisibles.
El líder del grupo se acercó, mirándola con una mezcla de respeto y pesar.
—Lo siento —murmuró.
La tomaron entre brazos, con cuidado. Kaia intentó resistirse, pero ya no quedaba fuerza. Solo un dolor sordo y una humillación que se clavaba más profundo que cualquier hechizo.
El viaje hacia el castillo del clan Thorne comenzaba.
Y Kaia… ya no tenía elección.