Al siguiente día tampoco lo vio, ni la siguiente, ni la subsiguiente. Entonces se preocupó mucho, y pensó que tal vez tenía tanto trabajo que se había aburrido y olvidado de ella con su triste y solitaria vida. Después de mucho meditarlo se animó a preguntarle a Clara si de casualidad le hubiese visto.
En principio, ella se alegró de que le hablara; pero no pudo responderle, puesto que el joven que ella describía nunca lo había visto por allí. Le dijo que alguien con esas características no andaría por allí, sino en lugares más refinados.
― ¿Tal vez es el joven de la leyenda? ¡El encantador de muñecas! ―dijo Clara como convencida y de forma repentina.
A Sally esta suposición le causó molestia porque pensó que se estaba burlando de ella, por lo que se arrepintió de haberle preguntado y decidió no prestarle atención, aludiendo a que esas eran historias de fantasía que contaba todo el mundo sin ningún fundamento. Y le recalcó que él sí era una persona de verdad, y que a lo mejor estaba enfermo. Clara solo ensombreció su rostro con su reacción. No le dijo más nada por qué Sally no se lo permitió.
Después de eso, se propuso pedir una licencia en el café, con la excusa de que necesitaba descansar debido a la pesada carga que le sumaba su carrera de medicina. Su jefe, luego de darle muchas vueltas, consintió en dárselas debido a su ruego; esto la alegró y, luego de terminar el que sería su último turno de la noche, decidió ir hasta la casona. Se animaría a tocar la puerta y preguntar por el joven, aunque tenía el inconveniente de no saber su nombre; sin embargo, si era el único que vivía allí, posiblemente él mismo le abriría la puerta.
Llegó al paradero y cruzó la calle y caminó colina arriba hasta llegar a la vieja y enorme casa. Cuando estuvo frente a ella, se percató de que de cerca no se veía tan aterradora como rumoreaba la gente. Sin embargo, destacó que su diseño era bastante extraño y oscuro y que tal vez por eso reflejaba esa aura de mala apariencia. Sin amilanarse buscó un timbre, pero no halló ninguno, sino una vieja aldaba, la cual levantó y la hizo sonar contra el metal algo corroído.
Esperó un momento y nadie abrió, no quería darse por vencida tan pronto; así que decidió volver a tocar y en ese mismo instante la puerta se abrió. Entonces, con una sonrisa en su rostro, se percató de que tenía razón, porque el mismo joven había abierto la puerta.
Editado: 01.11.2024