Barbara Johnson
—Soy el martillo de Dios en la Tierra y él me exige la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Bajaba por la avenida Memorial —estábamos a media mañana—, y acababa de ser despedida de mi empleo en el hotel Roanoke. Después de la conversación con Ruth había huido del lugar, por lo que nunca pagué por mi consumo. Al llegar en la mañana, el señor Dameron había reunido a todos los empleados del hotel, quienes esperaron por mí. Sin contemplaciones, me acusó de ladrona y les informó que, si me veían merodeando por allí, no dudaran en golpearme. No obstante, en todo momento mantuve la frente en alto por más que deseara quebrarme, había sido un error por mi parte y el gerente del hotel tenía el derecho de insultarme como lo había hecho por lo que antes de marcharme abrí el bolso y saqué los treinta centavos que debía. Mas eso no era lo que me mantenía entumecida y distraída… Era James, siempre él. Se había presentado la noche anterior, en la madrugada, en la casa de la señorita Caldwell, y había azotado la puerta hasta que fue recibido.
—¿No te parece extraño proponer un juego de besos y no dar ninguno? —James arrastraba las palabras y el olor tan aromático del alcohol que consumía me había rodeado y anestesiado.
Me debatí sobre qué responder. Deseaba pasarle el brazo a través de la cintura para ayudarlo a subir las escaleras y recostarlo en la cama en lo que se le pasaba la borrachera, pero esa no era mi casa y no podía darle una razón a la señorita Caldwell para echarme. Luego pensé que podría subirlo a Stude y manejar hasta su hogar, si bien de lo único que fui capaz fue de abrazarme a mí misma.
—¿Quién dice que no besé?
Él dio un paso tambaleante hasta que compartimos el mismo aliento. James tenía una mirada vidriosa que no me permitía escapar y yo necesitaba hacerlo por lo que una lágrima traicionera me rodó por la mejilla.
—A ningún hombre le gusta que intervengan en sus conquistas. Si una mujer no está interesada en que la corteje, se buscará a otra.
—¿Por qué me lo dices a mí? —Mi voz apenas se escuchó.
Si es que era posible, su postura se tornó zafia y los hermosos ojos verdes acusadores.
—A ningún hombre, que no se te olvide, Barbara.
Me era imposible entender la rabia de James contra mí. Él mismo había estado de acuerdo en que lo ayudara a enamorar a Ethel, por eso nos habíamos visto a diario en las últimas semanas. Tal vez él conocía del plan de Ruth y la señora Richardson y pensaba que yo estaba involucrada. Cuando lo único que había deseado era que él fuera feliz, sin embargo, comenzaba a creer que me sería imposible. Quizás debía marcharme, era mi egoísmo el que me mantenía en Roanoke, pues no tenía nada ni nadie allí.
Nuevos gritos me sacaron de mis pensamientos. Cuando llegué a la intersección con la avenida Cambridge, la policía rodeaba a una mujer mayor que era la que vociferaba con un marrón en la mano mientras lanzaba golpes de aquí para allá. Un grupo nutrido de personas la rodeaban, algunos reían por el espectáculo y otros gritaban enardecidos que había que destruir el juicejoint. En tanto varios hombres subían y bajaban del edificio y las hermosas sillas egipcias ardían apiladas en una esquina.
Cuando no me permitieron el paso tuve que pegarme a la acera, fue el instante en que un barril cayó junto a mí y el líquido en su interior me bañó. A su vez, la mujer se abalanzó como desquiciada a los pedazos de madera y comenzó a pegarles por lo que no encontraba cómo escapar, pues yo misma me había acorralado. Entonces grité cuando me levantaron por la cintura para alejarme de allí.
—¡Señores, tengan más cuidado! —El hombre giró a observarme y sonrió—. ¿Se encuentra usted bien, señorita Barbara?
Era el mismo hombre que había conocido en casa de James el día anterior, el que me pidió un juego. Fruncí el ceño. Jamás lo había visto en la comunidad o la ciudad, ¿y me lo encontraba dos veces en la misma semana? No creía fuera una coincidencia. Quise alejarme, mas él me lo impidió.
—¡Déjeme!
—Lo siento, tomato. No quería asustarte. Me acabo de mudar a la ciudad, rento aquel lugar. —Señaló la casa junto a la de la señorita Caldwell—. Eres una vamp y me encantaría llevarte al circo.
Enfurecí conmigo misma por ser tan tonta y volver a acorralarme, aunque a quien maldije fue a James.
—No estoy interesada.
—¡Bull! —gritó alguien. Pero yo no veía a ningún toro.
El hombre mantuvo la sonrisa, lo que me hizo entrecerrar aún más los ojos. Inhalé y exhalé despacio, tenía que conservar la calma. Me crucé de brazos y fijé la mirada en la mujer que continuaba con la destrucción.
—Se qué no soy rico como el señor Montgomery.
Regresé la mirada a la suya con tanta rapidez que los músculos en mi cuello protestaron.
—¿Por qué lo mencionas a él? —La bilis comenzó a sofocarme.
—Parecen ser…
Guardó silencio unos segundos, mientras en los repulsivos labios tenía una sonrisa ladina. Cerré los puños, pues no estaba dispuesta a que me juzgaran.