James Montgomery
Desenlacé nuestras manos y a pesar de que Barbara pretendió retenerme, me levanté de la cama y azoté la puerta de la habitación, ni siquiera me preocupé por cubrirme. Era ella la que siempre huía y yo la seguía como su más ferviente esclavo, pero era momento de que me apartara. ¿Acaso jamás tuvo claras mis intenciones? ¿Qué creía que hicimos a lo largo de ese mes sino tener esas dichosas citas que tan de moda estaban? Había hecho todo cuanto me pidió, había exigido que nos reuniéramos a mitad de la 221 y había aceptado, como si debiéramos escondernos. Me había contenido de tocarla y besarla, aunque sabía que había fallado, si bien di lo mejor de mí. Le había mostrado quién era y sin embellecimientos. Y, sin embargo, para ella no era suficiente. Se terminó. Si no le interesaba mi cortejo, entonces encontraría a otra. Me estrujé la boca hasta el mentón y me moví errático, estaba enjaulado en mi propio hogar. ¿Dónde encontraría a una mujer como ella? «Sard, babe! ¿Por qué me hiciste amarte?».
De algún modo llegué al escritorio y golpeé sobre la superficie. Abrí el cajón y la diminuta caja brilló frente a mí junto con el broche de flores que Barbara empeñó. Sin pensarlo, tomé la caja con el polvo blanco, vacié un poco de su contenido y lo acomodé en líneas metódicas, aunque me sujeté de los bordes del escritorio con el cuerpo encorvado y la cabeza baja.
Cerré los ojos, en tanto el pecho me subía y me bajaba sin control. ¿Quería volver atrás? Podía cargar con la bandera de la rebeldía, mas no con la de la estupidez. Tenía el mejor ejemplo en mi habitación. Ella que tenía el hermoso cabello —de carbón— largo cuando todas las demás lo llevaban corto. Nunca había usado vestido, si no que una combinación de blusa y falda hasta las pantorrillas. Jamás encajó con lo que se esperaba de ella, era una extraña para la época y por eso los demás se burlaban, aunque a ella no le importara. Golpeé el escritorio, mi blue serge, siempre volvía a ella.
—¿Fue por esto por lo que te encontré en ese estado?
Levanté la cabeza de golpe y por primera vez en la vida el rostro me ardía de la vergüenza. ¿Por qué tuvo que ser testigo de ese momento de debilidad? Quise decirle algo, no obstante, la voz no me respondió. Estaba desnudo y no solo en lo físico. Si bien caminó hasta quedar frente a mí, llevaba entre las manos mi pantalón y mi camisa mientras ella apenas tenía el cuerpo cubierto por la blusa que estaba sin abotonar. Me estremecí cuando me colocó la mano en el pecho a la vez que tenía los hermosos ojos grises anegados en lágrimas.
—¿Quieres que vuelva a vivir la angustia que experimenté en esos dos meses? ¡No sabía cómo estabas!
Prefería que me abofeteara a presenciar su tristeza por lo que el corazón se me desbocó al ver cómo la adoración en la que me regodeaba se teñía con aflicción, traición y culpa. Ante mi silencio, giró y pretendió lanzarse sobre el escritorio, pero pude reaccionar a tiempo. Le aprisioné las manos, mas ella se revolvió de un lado al otro y forcejeó conmigo. El furor se me enrevesó en las venas y me aferré a las muñecas de ella hasta lastimarla. Tuve que recordarme a mí mismo una y otra vez que jamás la golpearía, no quería ser como ese hombre del que ella huyó. Sin embargo, no entendía por qué luchaba conmigo. ¿Acaso creía que yo deseaba intoxicarme?
—Babe, por favor. Lo único que pretendo es que no la toques, podrías morir.
Dejó de combatir al instante. Giró y me rodeó con los brazos. No sé de dónde sacó la fuerza para abrazarme con tanto fervor, aunque le respondí con abandono. Le apoyé la cabeza en el hombro y la apreté hasta que contuvo el aliento, si bien ella se aferró más a mí.
—¿Y tú la consumes? ¿Tu vida vale menos que la mía?
Era demasiado joven para comprender, jamás vio los horrores que presencié y por eso estaba agradecido. Levanté la cabeza y trencé los dedos en el cabello para obligarla a no apartar la mirada.
—La guerra no se quedó en Europa, mi blue serge.
Se le desmesuraron los ojos, por lo que pude distinguir con facilidad ese color grisáceo tan esquivo. Entonces bajó la cabeza, me la apoyó en el pecho y negó.
—Perdóname… Jamás quise ser tan infame. James, por favor, perdóname.
Fruncí el ceño e intenté que volviera a mirarme. ¿Por qué tendría que disculparse conmigo?
—¿De qué hablas, babe? Si tú me diste lo que nadie más.
Levantó la cabeza y tenía el rostro cubierto de lágrimas. Detestaba que tuviera los ojos hinchados y la nariz enrojecida. Prefería sonrojarle la piel, abultarle los labios y embriagarle la mirada.
—¿Qué… qué fue?
Le acuné el rostro y moví con brusquedad la garganta, como si de solo pensarlo me pudiera ahogar.
—Esperanza.
Cerré los ojos cuando esos labios maravillosos buscaron los míos, en tanto un quejido me resonó en el pecho por la entrega que me trasmitía. Rompí el beso, pues necesitaba de su mirada y creer que jamás me abandonaría.
—Hoy hay fiesta, ¿por qué no te compras un atuendo bonito y me guardas un baile?
Sollozó y hubo más lágrimas; además tuve que sostenerla porque por algún motivo las rodillas le cedieron. Esa no era la mujer que yo conocía, jamás fue débil.