Un imposible

7

Barbara Jonhson

 

James se puso en pie y me llevaba entre sus brazos como si fuera un grumo de nieve que no le representaba ninguna dificultad, aunque me aferré de su cuello cuando intentó dejarme en el suelo, pues no podía parar de temblar y no creía que las piernas fueran capaces de sostenerme. Un segundo antes bailábamos como si fuéramos uno, lo había escuchado tocar Love me tender, aunque sabía que no era posible, que él no la conocía y mucho menos sabía que con esa canción le declaraba mi amor eterno.

Grité cuando varios caballos nos rodearon. Los hombres estaban vestidos con capuchas blancas y túnicas del mismo color, vociferaban a la vez que incrustaban cruces en el suelo. La casa crepitaba a mi espalda, cada tablón que caía me hacía dar un respingo.

—¡América es para los americanos, harp!

Levanté las manos y me cubrí el rostro cuando encendieron las cruces, al mismo tiempo que con hachas en mano destruyeron mesas y sillas además las copas hicieron un gran estruendo cuando se desplomaron. Por más que lo intentaba, el aire no me llegaba a los pulmones y lo único que me mantenía anclada a la realidad era el brazo de James alrededor de mi cuerpo. Me protegía, tal y como lo había hecho de Michael hacía tantos meses. Siempre estuvo al pendiente de mí y mi forma de agradecerle había sido al alejarlo de la única mujer que detendría la maldad de esos hombres.

—Estas tierras, los trabajos y las mujeres son nuestros.

De algún lugar aparecieron cuerdas por lo que los caballos comenzaron a galopar y varios colored se llevaron las manos al cuello, no obstante, había sido en vano, pues en segundos sus cuerpos colgaron de los árboles. Entre ellos estaba el capataz de James, de quien nunca me preocupé por conocer su nombre.

Las mejillas se me cubrieron de lágrimas y, aunque James insistía en que corriera, permanecí estática. No podía apartar la mirada por más que mi cabeza me lo ordenaba; observaba las piernas moverse con desesperación y tenía la estúpida esperanza de que eso fuera suficiente para provocar que las ramas de los árboles se quebraran; en tanto la música melodiosa y feliz de hacía solo un par de minutos se había convertido en una cacofonía tétrica.

—Contigo fuera, ¡América será grandiosa otra vez!

James me empujó y cuando no le respondí, me levantó entre sus brazos mientras que con la mano me ceñía la cintura. De algún modo logró sortear las cruces encendidas y los caballos que se movían erráticos y hasta podría jurar que en segundos llegamos al granero. La confusión era la dueña de mis pensamientos, no lograba comprender por qué nos atacaban; él había luchado en la guerra por el país, había defendido nuestra libertad. Lo observé colocar un travesaño en la puerta, correr hasta la caldera y retirar los paneles que cubrían el suelo, entonces brincó al interior. Al salir tenía un rifle entre las manos y una caja de balas que se derramó en los bolsillos.

—¿Por qué hacen esto?

Se arrodilló frente a mí y me acunó el rostro entre las manos. Imité su gesto y le arrastré los temblorosos dedos en su piel, por lo que le dejé marcas de tierra. Él cerró los ojos y me rodeó con los brazos; el calor familiar intentó brindarle sosiego a mi corazón, mas no estaba segura de que fuera posible.

—Te lo dije, babe. Todo el que esté junto a mí es un colored.

Negué en repetidas ocasiones y le aferré los brazos, sin importarme si lo lastimaba.

—¡Eres un hombre blanco! Tu cabello es castaño claro y tus ojos son verdes.

Él negó y respondió a mi posesión con la suya propia y yo pertenecía a esos brazos; no me importaba cómo esa comunidad de hipócritas me catalogara. Se separó solo unas pulgadas de mí y con los largos dedos me acomodó el cabello en tanto un dejo de sonrisa se le dibujó en los labios. Estaba sereno como si lo que ocurría no fueran acciones sorpresivas para él.

—Mis padres fueron inmigrantes católicos irlandeses que huyeron de la hambruna. Este es el precio a pagar.

La bilis me subió por la garganta, esa no podía ser una verdad, todos esos hombres estaban en un error. Sin embargo los gritos y las blasfemias continuaron en el exterior junto con el relinchar de los caballos mientras, en el interior, el olor de lo prohibido se me adueñaba de las papilas gustativas y de algún modo me ofrecía consuelo.

—Eres el doctor de la comunidad. ¡Produces el whiskey que beben!

Volvió a abrazarme y con los brazos me aprisionó hasta dejarme sin aliento, como si deseara fundirse conmigo y a la vez me suplicara algo.

—Y por eso este es el único lugar donde estarás segura.

Un frío gélido me recorrió la espalda tras escucharlo por lo que lo empujé y persistí hasta lograr que esos ojos verdes encontraran los míos. Intenté producir algún sonido, sin embargo, durante varios minutos me fue imposible.

—¿Y-yo?

Trenzó los dedos en mi cabello por algún motivo le encantaba hacerlo; tal vez porque le atraía el largo de mis hebras, o más bien porque le gustata el control que yo le permitía.

—Van a quemar las casas, los sembradíos… Hay niños, mi blue serge. Tengo que avisarles.




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