Un imposible

10

Martes, 30 de agosto de 1927

Barbara Johnson

 

—Por favor, discúlpeme. Me iré de inmediato.

Ellos se observaron entre sí una vez más, tenían los ojos desorbitados y estaban tan pálidos que creí podrían desvanecerse por lo que varios rifles empujaron al hombre que se acercó a mí la primera vez.

—¿Es la primera vez que espera, señora?

Di un paso atrás mientras en los labios mantenía una sonrisa incierta.

—Tengo que llegar a la comunidad.

Con resquemor el oficial dio los pasos hasta quedar frente a mí y me tomó del antebrazo, en el rostro tenía una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.

—Lo mejor será que descanse un poco.

Señalé a Stude e intenté soltarme.

—Tengo que…

—¡Abran las puertas!

Di un respingo al escuchar el grito y con suavidad halé el brazo y negué con la cabeza. Oí cómo corrían los pesados herrajes y el chirriar del metal al abrir. El edificio se tornó más imponente y era probable que me dejaran encarcelada por la treta a la que me aferraba.

—¿Va a encarcelarme?

Él rio.

—El doctor la revisará.

Volví a negar y tragué profundo.

—¿Por qué?

—Porque usted entró en labor.

Él caminó tan lento como yo por el sendero de tierra: ahí no existían lujos. Solo suelo que arar y el sofoco de los días calurosos. No quería imaginar lo que sucedería durante el invierno. A lo lejos, hombres amarrados con yuntas, por los cuellos, se encargaban de recoger las cosechas. Los ojos se me humedecieron, porque uno de ellos era el hombre que amaba. No podía verlo, pero él estaba allí. Conseguir un pase de visita había resultado un imposible a lo largo de esos meses por lo que era probable que desearan ocultar esas condiciones, si bien era evidente que un criminal dejaba de ser un humano.

Atravesamos las puertas y descubrí que solo la fachada estaba construida de ladrillos. El resto del edificio era de madera raída. Subimos unas escaleras inestables y atravesamos unos pasillos desprolijos y poco higiénicos. El corazón me latió de prisa, esperaba que mi bebé no recordara ese lugar o creyera que yo no lo amaba. Solo hacía lo que creía que era mejor y eso era estar junto a James.

El oficial giró a la derecha y tocó a la puerta identificada como enfermería, segundos después otro hombre abrió. El primero le contó lo que sucedía, mientras el segundo me observaba de arriba abajo con los ojos cada vez más desmesurados, en tanto yo jadeaba por el esfuerzo y las gotas de sudor en mi frente eran cada vez más densas. 

—El doctor no vendrá hasta la próxima semana. ¿Qué hacemos?

Se observaron entre sí y luego a mí. Las punzadas en mi espalda eran cada vez más seguidas por lo que extendí la mano hasta el marco de la puerta y me sujeté con fuerza.

—No llegaremos a la ciudad.

Se quedaron en silencio durante varios minutos, parecían perdidos y no sabían qué hacer. Me vi forzada a morderme el interior de las mejillas para no demandarles que buscaran a James. Y como si fuera capaz de leerme los pensamientos, el rostro del oficial en la enfermería se iluminó.

—El reo… El que atendió al intendente de…

Se quedó en silencio y el otro asintió como si lo comprendiera a la perfección. Frunció el ceño.

—Habría que solicitar el permiso del intendente.

El oficial de enfermería me tomó por el otro antebrazo y ambos me ayudaron a subir a una camilla de madera que se tambaleaba. Las lágrimas me bajaron por el rostro y las manos me temblaban sin control, cada vez me arrepentía más y más, aunque ya no podía hacer nada. Ellos tenían razón, no llegaría a la ciudad.

—Ve por el reo y yo voy por el intendente.

Ambos se marcharon y me dejaron sola. Fue el instante en que el vacío se me apoderó del pecho. «¿Y si llevaban a un desconocido?». Levanté las manos y me cubrí el rostro, sin embargo, grité cuando la camilla se sacudió. Me quedé tan inmóvil como pude y observé a mi alrededor; las paredes estaban destartaladas y hasta con agujeros, el armario de medicamentos solo tenía dos o tres recipientes. ¡Y James había vivido ahí a lo largo de esos meses!

No sé cuánto tiempo había pasado cuando la puerta se abrió, intenté encontrar esos ojos verdes que tanto amaba, no obstante, las lágrimas me empañaban la visión. En algún momento escuché que el intendente no se encontraba en el lugar y que regresaría más tarde.

—La señora está en labor. —Ese debía ser uno de los oficiales.

—¿Qué hace aquí?

Sonreí al reconocer la voz de James, quería sentarme y poder observarlo de la cabeza a los pies, asegurarme de que siguiera entero, mas el vaivén de la camilla me mantenía petrificada, con la mirada fija en el techo.

—Se perdió en el camino.

—Nunca he traído un niño al mundo.

Tuve que morderme la lengua para no descubrir la mentira, pues no sabía qué pretendía, aunque si hubiéramos estado solos le habría gritado. ¿Tal vez no quería que ellos supieran que nos conocíamos? Salí de mis pensamientos y grité cuando escuché un golpe.




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