Viernes, 30 de agosto de 1957
James Montgomery
—¡James Montgomery!
Giré y me apresuré a alcanzar la consola para enviar a Barbara conmigo al pasado, aunque el corazón me latía frenético. No tenía la certeza de que la máquina funcionara como esperaba. Era una máquina del tiempo, la había probado en incontables ocasiones para asegurarme de que Barbara no sufriera ningún percance, pero por más que lo había calculado, no podía predecir cuándo llegaría a mí, ¿y si lo hacía tarde? Porque sin Barbara en mi vida estaría atado a Ethel en un matrimonio sin amor. Los golpes continuaron mientras forzaban la puerta por lo que hundí los botones cuando el inductor indicó que canalizó el campo magnético de la Tierra. Ya todo estaba listo.
—¿James?
Giré y urgí a Barbara a que volviera a recostarse, si bien no pude evitar recorrerle el cuerpo con la mirada, pues sabía que ella todavía estaba lastimada. El tuso de Smith se había atrevido a entrar a mi hogar el día en que celebrábamos el cumpleaños de Barbara. Había esperado a que ella estuviera sola y debió decirle algunas palabras bonitas porque consiguió alejarla de nosotros, entonces le reclamó que estuviera en mi casa en lugar de estar junto a él y la golpeó con un bate. Barbara había estado hospitalizada durante los últimos días. Era frustrante saber que no podía detener a Smith, que el pasado era inamovible y que mi blue serge tenía que enfrentarlo. Solo que en esa ocasión él cometió el error de entrar a propiedad privada; más de veinte testigos atestiguarían que había defendido mi hogar y protegido a mis invitados, además de la satisfacción en la golpiza que le había propinado y de la que mis seis chicos habían participado. Michael había pagado con la vida su osadía.
Fijé la mirada en esos ojos grises que reconocería sin importar el paso del tiempo y las arrugas que los enmarcarían.
—Es tiempo de viajar, babe.
Tan testaruda como siempre, negó con la cabeza y pretendió impulsarse cuando los golpes casi derribaron la puerta.
—Por favor, déjame decirles que no me raptaste, que estoy aquí por voluntad propia.
Me metí las manos en los bolsillos y me obligué a permanecer inmóvil, aunque no pude evitar guiñarle un ojo.
—Tú ya me salvaste, mi blue serge.
Oprimí el botón y el barril se clausuró por lo que los desmesurados ojos grises desaparecieron. Un estremecimiento me recorrió de la cabeza a los pies mientras levantaba la mano y me estrujaba la boca hasta el mentón, me sentía extraño. Ella era la mujer que amaba y al mismo tiempo no lo era. Me pregunté cuántas veces había vivido sus dieciocho años, pues, para mí, era la primera vez que lo repetíamos. No obstante, su vida ya no corría ningún peligro, pues Michael estaba muerto. El único motivo para hacerla viajar era la esperanza de que Barbara volviera a llegar a mí.
La casa se estremeció durante treinta y nueve segundos como si experimentáramos un sismo de 6.3 grados en la escala Richter. Una enredadera de emociones se apoderó de mí por lo que cerré los ojos y sonreí. Barbara era la única capaz de provocarme esa reacción.
La policía destrozó la puerta de entrada y cinco agentes me apuntaron con las armas mientras los esperaba con la cabeza en alto y las manos dentro de los bolsillos. Se desplazaron por el lugar y, el que estuvo encargado de la investigación en el caso de Michael, abrió la puerta de la habitación donde se encontraba la máquina, aunque ninguno sería capaz de descubrir lo que era. Se imaginarían lo mismo que mi hermana Ruth, que era una máquina de lavar inmensa.
El detective se acercó a mí con prepotencia, para él no dejaba de ser un convicto que acababa de matar a una joven promesa del beisbol. Según ellos, los asuntos de pareja no eran problemas públicos, si Barbara hubiera muerto, Michael solo habría enfrentado un par de años en la cárcel.
—¿Dónde está, señor Montgomery? Sabemos que usted se la llevó.
Le dediqué una sonrisa velada en tanto mantenía la mirada fija en la suya por lo que el oficial enderezó la postura, estaba seguro de que sentía su autoridad socavada, mas la policía jamás se ganaría mi respeto. Levanté un hombro y lo dejé caer.
—No sé de qué me hablan, caballeros.
El rostro del detective se tornó bermellón mientras sus compañeros continuaban la búsqueda en cada rincón de mi hogar. Era un hombre joven, tenía el cabello rubio al estilo del señor Presley.
—De la señorita Barbara Johnson. Una de las enfermeras del hospital fue testigo de cómo la raptaba.
Bajé la cabeza y sonreí.
Había entrado a la habitación de hospital donde Barbara estaba internada después de que el doctor había asegurado que ella podía ir a casa, aunque debía mantener reposo. Mi querida Dottie le había pedido que subiera a una silla de ruedas y así no fatigarse, pues debía atravesar los pasillos y después caminar hasta el Flivver de Lawrence. Me metí las manos a los bolsillos cuando la señorita se negó. Madre e hija siguieron con la garata y ninguna de las dos se percató del momento en que me había inclinado para aprisionar a Barbara entre mis brazos. Ella intentó soltarse, sin embargo, se detuvo al instante, quizás para evitar el dolor.