Un lugar en el tiempo

CAPITULO 10 VOLVER A VERTE

Increíblemente al verla, descubrí cuanto la añoraba. Buenos Aires, mi vieja y querida ciudad, allí estaba otra vez, pero ahora transcurría el año 1847. Camine por aquellas calles que eran mías porque había regresado a casa: mi hogar y mi tiempo, y así lo sentía.

Estaba seguro de que nadie podría reconocerme, no solo porque habían transcurrido 20 años desde mi inexplicable desaparición, sino porque mi transformación implicaba cambios en mi aspecto físico. Mis ojos ahora eran de un color más claro, como la miel, y mi cabello, también. Era un fantasma o, alguien al que creían desaparecido y que nunca regresaría, un mal esposo, un peor padre, la comidilla de toda la sociedad. La piel blanca, casi translucida y el cuerpo delgado pero musculoso, como todo depredador, ayudarían a camuflarme.

Sentía arder la garganta, con una sed extrema que me quemaba por dentro, una sensación que dominaba muy bien pero que no había expuesto a la presencia de Analia y de mi hijo, mi propia sangre. Tendría que cazar por la noche, mientras nadie me viera, porque si alguien atestiguara mi verdadera naturaleza, resultaría en un verdadero desastre. Siglos de experiencia puestos a prueba nuevamente, pero esta vez en pleno siglo 1847, un personaje que recién retrataría Bram Stoker en 1897.

Aun podía recordar los aromas de la cocina y a Analia preparando puchero con garbanzos y salsa de tomate, asado, humita, sábalo de río, pavos, perdices, carbonada, pastelitos de frutos, pastel de choclo o locro. También los postres que disfrutábamos juntos: arroz con leche y canela, orejones de durazno, tortas fritas y dulces de tomate, batata y zapallo. Era tan feliz con tan poco en ese entonces, y no me daba cuenta, un imbécil adorador de las cosas materiales y lo tenía todo: un hogar, una esposa a quien amaba con adoración, amigos, tranquilidad y un hijo del que desconocía su presencia pero que finalmente había llegado. Ahora seria todo un hombre y no podría reconocerlo si lo conociera frente a frente. Debía encontrarlos y verlos. Necesitaba decirle a Analia por que había desaparecido, que no estaba muerto, que la extrañaba y que nadie podría jamás ocupar su lugar.

No sabía por dónde empezar así que me dirigí a la iglesia, como era costumbre por aquel entonces (claro que los santos se caerían de espanto al ver entrar a alguien de mi especie). Camine hasta llegar a la parroquia: estaba igual que siempre, sencilla y con las puertas abiertas como de costumbre. Vi a un sacerdote junto a la puerta y decidí encararlo:

_Buenos días, padre, y disculpe la molestia pero estoy buscando alojamiento. ¿Usted tendría algún lugar para recomendarle?

El hombre me miro fijamente, me estrecho la mano, quedándose perplejo y pensativo. Luego de unos eternos segundos agrego:

_Si…por supuesto. ¿Tiene frio, señor…?

No había pensado en una identidad por lo que dije lo primero que se me ocurrió:

_ José…José Edelmiro Fuentes, un gusto padre.

_Un placer, señor Fuentes. ¿Por cuánto tiempo va a quedarse?

La respuesta resultaba incierta por lo que decidí apegarme lo más posible a la verdad, aunque omitiendo ciertos detalles.

_Por una temporada. Estoy visitando la ciudad. Es muy hermosa.

_Bueno, en ese caso creo que puedo ayudarlo. Mire acá nomas vive doña Genoveva y tiene disponible una vivienda, era de su hijo pero el pobre falleció hace poco y la casa esta vacia. ¿Le parece o prefiere una posada o algo así?

_ Por lo pronto me parece una buena oferta, padre…_ y de pronto lo recordé, Bartolomeo, era el padre confesor de Analia y el mismísimo párroco que nos había casado años atrás.

_Padre Bartolomeo para servirlo. Disculpe pero su rostro me parece familiar aunque por el color de su piel y de su cabello, no es criollo o me equivoco?

_ Usted ve tantos rostros a diario, que tal vez me confunde con alguien más.

_Fue hace tiempo…creo. Yo nunca olvido un rostro pero el suyo es y no es…no sabría cómo explicarlo. Bueno, vamos a ver a esta señora. La casa es amplia, bien amueblada y hasta hay personal para atenderlo. ¿Su equipaje?

_Llegara más tarde.

Se acerco para hablarme con disimulo mientras observaba a su alrededor:

_ ¿Simpatiza con el Restaurador?

_No se a que viene esa pregunta, padre.

_Digo porque…para andar tranquilo va a tener que usar una de estas_ agrego señalando la cinta roja que llevaba abrochada en el pecho.

_La divisa punzo…_murmure sorprendido. Eran tiempos de Rosas y Buenos Aires le debía respeto al gobernador_ El símbolo de los federales, partidarios del Restaurador de las Leyes.

_Eso mismo. Yo tengo una, por si quiere usarla, salvo que sea usted unitario, opositor al gobierno de la provincia o desconozca nuestras costumbres.

_No se preocupe. Lo mío no es la política y si hay que usar eso, yo lo uso sin problemas.

_Bueno, espéreme un minuto que voy a buscar una y ya regreso así vamos a lo de doña Genoveva.

El párroco se ausento por unos instantes mientras recordaba lo que había leído sobre esos tiempos. La divisa punzo era de uso obligatorio y el no llevarla puesta implicaba ser un traidor y ser acosado por la Sociedad Restauradora. Podría ser ejecutado o perseguido por la Mazorca. Observe a mi alrededor y el color rojo estaba en todas partes: en las calles, casas, en las paredes, en las cortinas, en las vestimentas de personas —los varones, además de la divisa punzó usaban el "chaleco federal"—, en los vestidos de las damas, los moños de las niñas, en los abanicos y hasta en los carros fúnebres. Símbolo de lealtad al gobernador de la provincia de Buenos Aires, el terror viviría en las calles hasta que Rosas perdiera en la batalla de Caseros en 1852, y para eso aún faltaban unos cinco años.

Absorto en mis pensamientos, el padre Bartolomeo me sorprendió ensimismado.

_Acá tiene_Me dijo entregándome la cinta roja

_Muchas gracias, padre _ y acto seguido la colgué en mi solapa.




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