Un Lugar Llamado Baldi

Un adiós

Su historia comenzó en 1920, cuando los habitantes de una comunidad llamada Armen, huían de una guerra atroz donde ellos eran los objetivos centrales. Huyendo sin cesar, encontraron una población que conectaba con otra totalmente desconocida. Entre una colina y entre los caminos bajos, habría construcciones destinadas, como si alguien hubiera habitado antes ahí. Algunos letreros de viejos locales llevaban el nombre de “Baldi” por lo que, a este lugar, decidieron dejarle ese nombre, creyendo que era el que toda su existencia había llevado. A este lugar llegaron Armenos de sangre, gente de otras nacionalidades que hicieron su residencia en Armen y un turco, el cual se convertiría en el padre de la iglesia principal como símbolo de la paz, debido a que su país, era el que llevó la guerra hacia Armen. Este hombre se arrepentía y en lugar de pelear contra los Armenos, les ayudó a escapar. Por esto, se volvió un símbolo principal de reinvención y gratitud.

Los últimos tiempos fueron de guerra en muchos lados. Llegó 1928. Un suceso cambió a todos en Baldi. Hicieron de sus vidas una misión para unos huérfanos, provenientes de otra trágica historia como la que Armen vivió. Este mismo año, una señora madre arribó con su hija en búsqueda de un escape. Un año antes, su esposo había sido enlistado para una guerra donde murió cuatro meses más adelante. Fue gracias a su hermana que dio con Baldi, en promesa de una nueva esperanza. El lugar parecía desconsolador. Susan Schweizer no vio lo mágico del lugar. Llegó en hora nocturna, en un horario de mucho silencio. Su hermana la llevó junto con su sobrina por una colina. El campo plano antes de la colina se veía alterado. La tierra, lucía recién extraída y replanteada en el suelo. Susan Schweizer se miraba desconfiada y en disgusto.

—Te prometo que todo estará bien —dijo su hermana Gretchen.

Llegó 1933. Pasaron cinco años desde el día que Susan Schweizer llegó a Baldi junto a su hija. Estas no salían de casa. Aunque el pasto creció y jamás notó alteraciones extrañas por la ventana, en el campo, esta no se sentía segura de salir. El trauma por la muerte de su esposo seguía fresco. El aislamiento fue su mejor amigo. Pedía favores a su hermana, como llevar alimentos y ropas. Espulgaba cada cosa, asegurándose de la limpieza de estas, antes de consumirlas o colocarlas en el cuerpo. Gretchen fue la primera en regalarle a su sobrina en su séptimo cumpleaños un vestido celeste, que se volvería su color favorito por los siguientes años. También era la encargada de llevar las tartas de cumpleaños desde la tienda del señor Fernsby.

Un día, Gretchen, en el décimo cumpleaños de su sobrina, la mandó un momento a su habitación cariñosamente. Elizabeth siguió la orden, pensando en prender en su cabello los moños nuevos que su tía le obsequió, mientras devoraba una pedazo de tarta de moras, y leía después un libro de esos viejos que su abuela heredó a su madre.

Gretchen Beaufoy enfrentó a su hermana de forma frívola y directa. Su sobrina era tan parecida a ella que su propia hermana, Susan, no podía mirarle la cara sin relacionarla a su hija cada vez que le reprochaba algo en referencia de sus actitudes tristes y de hundimiento. Cabellos negros, piel blanca, ojos oscuros y pecas en nariz y mejillas. Era como escuchar una versión adulta de Elizabeth.

—Pobre Elizabeth, ha cumplido diez, de nuevo, encerrada en estas paredes. ¿Podrías dejarme sacarla a caminar al campo?

—No —contestó Susan.

—Que penitencia inmerecida le adjudicas —dijo desconsolada—. Que la arrastres a un destino como el que quieres para el tuyo, es lo más egoísta que harás con ella. Si hubiese sabido que llegarías para encerrarte y no para la búsqueda de sanación y una mejor vida, te hubiera dejado ir a cualquier otro lado. Ya no puedo ser testigo de esto, Susan —después, erguida y con dureza, comunicó, soportando el nudo entre su garganta —. Ha llegado la hora de dejarte por tu cuenta.

—¡Detente! No puedes irte, así como así —exclamó Susan Schweizer con mortificación— ¿Cómo haré para surtir los alimentos?

—Tendrás que decidir entre salir o morir de hambre, hermana.

—Moriré de hambre —dijo Susan con determinación. La expresión en sus mirada, indicaba un profundo y desconocedor miedo, cual pretendía convertirse en odio.

—Por ti, podrías morir de hambre, no me queda duda ¿y Elizabeth? ¿le preguntarás lo que quiere? Supongo que no —expresó en decepción—. Me marcho. Pero antes, ha faltado un último regalo que entregarle a mi sobrina. ¿Puedo entregárselo o eso también me será negado?

Susan asintió con la cabeza, apretando los puños.

—Le haré entrega y me iré para siempre.

Gretchen Beaufoy subió las escaleras y obsequió un nuevo libro a su sobrina, uno repleto de oraciones de la iglesia.

—Algún día tendrás que conocer más que las agobiantes paredes de esta casa, mi niña. Tal vez lo primero que haga cuando suceda, sea llevarte a misa, para dar gracias por el acontecimiento. Confío en que tu madre razone y no tarde más tiempo —Gretchen besó la frente de su sobrina y se retiró con dirección a su hermana a la primera planta, donde cruzó en silencio aquella puerta, sin esperanza de volver a verlas.

Susan Schweizer pensó por horas en el comedor, comiendo a duras penas el pedazo de tarta que llevó su hermana, en la casa que le regaló, en un poblado al que la guio. Demasiados sacrificios. Recaía la culpa. Sus ojos se cubrieron en un llanto explosivo, desahogó penas. Antes de que se hincharan sus ojos, frenó el llanto estrépito. Tomó calma y fue hacia su hija.

—Beth —dijo la señora Schweizer, suavemente —¿Qué te parece si vamos a la iglesia este domingo que viene?

—¿La iglesia? —Elizabeth se mostró asombrada.

—Sí, Elizabeth. ¿Te parece irrealizable?

—Hace mucho que no vamos a la iglesia… me gustaría mucho, mamá.

—Bien, así se hará… —Susan Schweizer dio una sonrisa a su hija. Caminó hacia su cuarto y reposó con calma en el colchón, pensando en silencio, logró finalmente divagar hasta que el sueño venció sus temores.




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