Un lugar llamado nosotros

Prólogo

Selene

Nunca fui de correr, pero ese día me fui sin decir adiós.

Ni siquiera me despedí. No empaqué bien. Tiré ropa en una maleta rota, arrastré algunos libros sin revisar cuáles, olvidé el cargador del móvil y, con suerte, parte de mí.

Bakewell está lejos. No en kilómetros, sino en ruido. En opiniones. En gente que habla de ti como si te conociera.

Acá, el silencio suena distinto. No es ese silencio incómodo de las noches que duelen, ni el que pesa cuando alguien dice “tenemos que hablar”. Este es un silencio más denso, como si la tierra misma supiera que uno a veces necesita desaparecer.

Es un pueblo que respira despacio. Que no pregunta.

Sunny, una mujer mayor de voz suave, me dio una llave sin interrogarme. Me bastó con decirle “es por un tiempo” y ella solo asintió con una dulce sonrisa, como si ya hubiera visto muchas como yo. Me ofreció un piso con las paredes finas y los recuerdos aún más delgados.

Ahí duermo. Ahí trabajo. Ahí trato de desaparecer con más intención que éxito. Trabajo corrigiendo palabras que no son mías. A veces edito textos sin alma. Otras, artículos con frases que no creo. Tomo café con una poco de leche fría. Leo libros que ya conozco de memoria. No porque no tenga otros, sino porque a veces solo quiero sentir algo que no me sorprenda. Lo inesperado me cansa. Lo nuevo me asusta.

Me gusta el silencio. No ese que incomoda o pesa. Me gusta el que acaricia, el que no exige respuestas. El que deja espacio para pensar o para no pensar en nada.

A veces voy al bar solo para hablar con Sunny y su esposo, Hank. Ella siempre atiende a todos con una sonrisa tranquila y una dulzura que, sin saber cómo, logra hacerme sentirme en casa. Él, en cambio, casi no habla. Se limita a limpiar la barra o a mover tazas sin mirar a nadie. Aunque más de una vez lo he pillado observando a Sunny con una pequeña sonrisita. Y juntos, tienen esa manera silenciosa de cuidar, como si supieran que hay personas que solo necesitan existir en paz.

Les hablo de cosas pequeñas. Del clima, del café, de algún artículo mal editado. Ella nunca insiste en saber más. Él se limita a dar algún comentario corto o a asentir sin levantar la mirada. No intentan saber más de lo que les digo y eso, a veces, es más que suficiente.

Otras veces salgo a caminar. No muy lejos. Solo hasta donde el frío no se me meta en los huesos. Me gusta mirar las ventanas encendidas, imaginar historias detrás de cada una. Me gusta ver la vida desde afuera. Como si no me correspondiera entrar del todo.

Fue una tarde cualquiera cuando lo vi por primera vez. La puerta del bar se abrió con ese chirrido que ya conocía, pero esta vez no era uno de los habituales. Lo supe de inmediato. Antes de que dijera su nombre. Antes de que hablara. Aparecía en las noticias. En las redes. En las canciones que alguna vez, sin querer, escuché en los auriculares de otros. Su rostro tenía esa presencia imposible de ignorar. Esa energía de alguien que carga con muchas miradas.

Nuestros ojos se cruzaron por un segundo y yo aparté la mirada. No por timidez, sino porque hay personas que miran como si pudieran leerte, y yo aún no estoy lista para que nadie lea lo que soy.

Aparté la mirada porque aprender a desaparecer me costó demasiado, y su presencia —tan viva, tan inevitable— era todo lo contrario a eso.

Él traía ruido.

Y yo había venido aquí a silenciarlo todo.




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