Nikolai
No lo pensé demasiado.
Miré la pantalla, vi destinos y elegí el que tenía menos boletos vendidos.
Bakewell.
Ni siquiera sabía si era una cuidad o un campo abierto. No sabía nada. Solo subí. Me acomodé al fondo, con el gorro de la hoodie escondiéndome y los auriculares puestos. El mundo afuera se movía, pero dentro de mi cabeza no pasaba nada. Solo esa niebla espesa que llega cuando llevas demasiado tiempo fingiendo que estás bien.
Mi móvil vibró por tercera vez en menos de diez minutos. No leí el nombre. No necesitaba hacerlo. Lo puse en silencio y luego lo apagué.
El camino se me hizo eterno. No porque fuera largo, sino porque ya no sabía qué estaba buscando. Las curvas, los árboles borrosos por la ventana, el traqueteo del bus, todo me parecía parte de un sueño viejo. De esos que se repiten, pero nunca cambian.
Me bajé sin mirar a nadie y el aire golpeó distinto. Era más limpio, más frío y más real. El cielo estaba a punto de volverse noche, y el silencio era tan espeso que me hizo doler los oídos. La estación parecía olvidada: cartel viejo, bancas vacías, olor a madera húmeda.
Estaba a punto de avanzar cuando choqué con alguien. Fue un golpe leve, pero igual me tensé. El corazón me subió a la garganta.
—Lo siento —dijo una voz frente a mí.
Una chica. Era castaña y una mochila colgaba de su hombro. Tenía una expresión cansada, casi triste.
Me acomodé la gorra de la hoodie como pude.
Maldición. No ahora.
Ella me miró más de la cuenta. Pude sentirlo.
—No digas nada. Por favor —le pedí antes de que terminara la pregunta que ya asomaba en su boca.
Mi voz salió baja, áspera. No era la voz de los escenarios. Era la mía, cuando alguien me tomaba por sorpresa y no de buena forma.
Y entonces supe que me había reconocido. Lo vi en sus ojos.
—¿Tú eres…?
—Sí. Soy yo. Pero no hables alto, ¿sí? Nadie sabe que estoy aquí. Nadie debería saberlo.
Me miró en silencio. No con idolatría, ni con histeria. Solo sorpresa y algo más, como si no supiera si creerme o no.
—¿Qué haces aquí? —susurró.
No lo sabía bien. Nada de esto estaba planeado.
—¿Podrías ayudarme? —pregunté, intentando sonar más tranquilo de lo que estaba—. Necesito llegar al pueblo, pero no sé por dónde es. Este lugar no estaba en mis planes.
Por un momento, pensé que diría que no. Pero no lo hizo. Solo me miró. Me miró como si no entendiera nada, y luego asintió.
No supe en qué momento exacto me subí al auto.
Solo recuerdo que la chica me preguntó si quería que llamara a alguien, y yo negué. Luego, estaba en el asiento trasero. Ambos estábamos sentados en cada extremo del asiento trasero. Su abuelo manejaba y su abuela estaba al lado de él, de copiloto.
No hice muchas preguntas. Ellos tampoco. Solo dijeron que conocían a alguien que tal vez podía ayudarme. Eran cálidos. De ese tipo de gente que habla suave, que no necesita saber tu vida para hacerte sentir que estás a salvo por unos minutos.
—The Flying Sausage —murmuró la chica.
La miré como si estuviera bromeando. ¿Qué clase de nombre era ese?
—¡Eso es! ¡The Flying Sausage! —exclamó Mary, feliz de recordar.
—¿Es en serio? —le susurré. Ella asintió, y apenas pude evitar reírme—. Qué nombre tan… original.
Richard rió.
—Si le caes bien, te dará una buena habitación. Y si le caes mejor, puede que hasta te alquile un piso.
Me iluminé por un segundo, pero luego carraspeé.
—¿Y si no le caigo bien?
—Pues dormirás con los gatos —Dijo él, medio en broma.
La chica volvió a verme.
—Pero son lindos, tranquilo.
No estoy seguro de por qué esa respuesta me asustó más.
El auto se detuvo. Ella rió, y su abuela también.
—¡No lo asusten! —exclamó mientras bajaba—. Aquí es, corazón. Tú solo di que Mary te ha mandado, ¿sí?
Asentí. Me giré hacia ellos.
—Muchísimas gracias —murmuré.
Richard hizo un gesto con la mano como restándole importancia. Mary me detuvo antes de que cruzara la puerta.
—¡Corazón!
Me detuve y volví hacia ella.
—Richard y yo amamos tus canciones. ¡Sigue así!
—Abuela… —murmuró la chica llevando una mano a su frente.
No pude evitar negar con la cabeza, casi en automático, como si eso borrara el momento. Pero no me molestó. Me incomodó. Porque no sabía qué hacer con la amabilidad cuando venía sin condiciones.
Me acerqué de nuevo. Mary se inclinó un poco hacia mí, bajando la voz como si le estuviera contando un secreto.
—De verdad… no hace falta que…
Ella me interrumpió suavemente negando levemente con la cabeza.
—No voy a preguntarte por qué estás aquí. Solo quiero que sepas que cuando alguien termina en un lugar como Bakewell, sin planearlo, es porque su corazón está cansado. Y eso está bien. Aquí se respira lento.
Tragué saliva. No supe qué responder, pero en su tono no había lástima. Solo ese cariño callado que tienen las personas que ya han vivido mucho.
—Solo respira —añadió, dándome un pequeño apretón en el brazo—. Lo demás puede esperar.
Quise decir algo más. Dar las gracias. Pero las palabras no me salieron.
Ella me abrazó. Fue breve, suave, como si supiera que no estoy acostumbrado a eso. Y justo por eso dolió un poco más.
Me soltó y se quedó mirándome con esa calma que abriga.
—Gracias de nuevo —agradecí, intentando sonar firme, pero mi voz salió más baja de lo que esperaba.
— Ve a descansar —susurró con dulzura—. Este lugar ya te estaba esperando.
—Adiós —murmuré.
Caminé hacia la puerta y la abrí. Un chirrido largo y metálico se tragó el silencio de afuera. Adentro, el aire era cálido. No solo en temperatura. Era ese calor que viene del ruido suave de voces conocidas, de platos sobre madera, del olor a pan horneado hace unas horas.
No había mucha gente, pero todo se sentía lleno. Una chica estaba sentada en un taburete, en la barra. Frente a ella, un hombre no muy alto con cara de pocos amigos limpiaba tazas con la misma energía con la que uno saca la basura por rutina.
Editado: 28.07.2025