Ya es viernes, lo que me motiva a ir a clase. Tengo la cabeza trabajando a mil por hora, despistada con todo este asunto de los tres chicos. Algo no me cuadra, normalmente los fantasmas siempre son personas que han muerto y han dejado algo pendiente: despedirse, hacer algo… yo les ayudo y ellos avanzan, pero esta vez no es así. Ellos son fantasmas pero están en coma, es como si estuvieran en una especie de limbo. Es decir, no están en la tierra, pero tampoco en el cielo. ¿Acaso mi abuela me enseñó algo de eso? Con miles de dudas rondándome la cabeza, decido esperar a esta tarde para averiguar todo lo que pueda.
Cuando bajo ya vestida a desayunar, mi tía me está esperando como siempre. No sé cómo lo hace. Que yo sepa siempre llega tarde a casa, pero en cambio, es la primera en levantarse por las mañana para preparar el desayuno. Supongo que es su forma de compensar su falta durante el resto del día.
No es algo que me moleste que no esté, como dije en su momento, ya estoy acostumbrada. Me gusta estos pequeños esfuerzos que hace por estar juntas, son pequeñas muestras de cariño que mi madre no fue capaz de mostrar en su momento. Siempre estaba distante conmigo, pero ya averigüé porqué.
No pongo demasiada atención al desayuno, igual que a la ropa que llevo puesta. Es mi tía cuando habla, que me doy cuenta de lo que llevo puesto.
— ¡Vaya sobrina! ¿A qué viene ese cambio?
Extrañada por lo que dice me miro en el espejo del recibidor justo antes de salir a la universidad. Llevo puesto unos vaqueros negros ajustados que tenía guardados en el fondo del armario, y una blusa roja, fina y algo escotada. Un conjunto que sin duda no es normal en mí. Son regalos de mi tía. Es ropa que no he sido capaz de ponerme para evitar llamar la atención.
— Pues no lo sé. Me he puesto lo primero que he pillado.
— Pues me gusta que lo uses, ya es hora de que cambies.
— Soy feliz como soy, tía.
— Ya, ya, y yo también cielo. Pero un pequeño cambio no viene mal a nadie. Mírate, estas deslumbrante.
— No te acostumbres demasiado —me acerco a ella para despedirme con un beso en la mejilla— Esta tarde he quedado con unos compañeros de universidad, no vendré muy tarde.
— Quiero que vengas tarde. Diviértete.
— Gracias, tía. Lo haré.
Con una actitud más positiva, salgo de casa hacia la parada del bus. No sé qué me pasa hoy, pero me gusta.
Cuando estoy en clase, estoy ausente. Sé que la teoría que está explicando el profesor es importante para los próximos exámenes, pero no puedo concentrarme. No cuando mi cabeza no para de darle vueltas a lo que va a pasar esta tarde. Trabaja el doble imaginándose posibles escenarios, y buscando soluciones a cada uno. Gracias a mi magnífica suerte, el profeso parece darse cuenta de que no le presto ninguna atención.
— Señorita Johnson, ¿Se puede saber en qué mundo está? Porque en este no.
Nunca me ha gustado llamar la atención, ni en clase, ni fuera de ella, y que el profesor me ponga en su punto de mira no es lo mejor para una persona poco segura de sí misma. Siempre he odiado al señor Barton, se porta mal con los alumnos y sus clases son incomprensibles. Es como acudir a una clase de chino. Nunca sé qué es lo que nos está enseñando.
— Lo siento profesor, estaba dando vueltas a un asunto sin importancia. A partir de ahora tendrá toda mi atención —contesto con educación. Mi madre no me enseñó muchas cosas de pequeña, pero sí una concreta: para ella la educación era un valor fundamental de la sociedad.
— ¡Qué honor! Espero que no tenga que volver a interrumpir mi clase debido a su comportamiento. —sin discutir más con él, asiento y presto atención al resto de la hora.
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Por fin llega el momento en el que la última profesora del día nos deja salir. A pesar de estar en la universidad, una cosa sigue siendo igual, los estudiantes salen corriendo de las clases. Es como si vivieran con miedo, como si temieran que al tardar un minuto más en salir por la puerta, el propio profesor les pudiera pedir que se quedaran. Era un comportamiento que se extendía de generaciones en generaciones.
Son las cinco y media de la tarde, y sé que dentro de unos minutos tendré que dirigirme hacia el hospital. Siento un nudo en el estómago, estoy nerviosa y no comprendo por qué. Este es mi don, es lo que tengo que hacer. Mi abuela me enseñó todo lo que sé. En cambio, me siento aterrada. Siempre me ha dado miedo la oscuridad y la soledad. Con una he aprendido a vivir, con la otra no. Prefiero no pensar en ello, por eso decido esperar a que pase el tiempo en una cafetería cerca del lugar de encuentro.
Vine durante muchos años a esta cafetería, cuando tenía que pasar miles de horas y días pendientes del estado de salud de mi padre. Salir a respirar, sentarme en estas sillas, y tomar una taza de café, siempre me ayudaba a ver el mundo desde otra perspectiva. Afrontar de nuevo al mundo. Se había convertido en mi segunda cafetería favorita de la ciudad. La primera siempre sería la cafetería Cherry´s.
Son las seis menos diez
Parece que el tiempo no pasa, pero en realidad es mentira. Todavía más insegura que hace un rato, me dirijo a la parte trasera del hospital. Es una zona vallada para prohibir el paso a las personas. Por suerte, Camila y yo hemos venido muchas veces aquí a pasar el día, y conocemos todas las entradas secretas. Agarrando fuertemente la mochila, me armo de valentía y entro.
Editado: 02.03.2021