MATTHEW NORTON
Dos semanas después…
Llevaba semanas escondido en un viejo apartamento a las afueras de ciudad esperando por esta oportunidad. Una oportunidad para escapar lejos de Dropwood. Había escapado hace dos semanas de aquella casa de campo en el último minuto, gracias a una llamada que recibí de un benefactor desconocido. Un individuo que estaba oculto detrás del telón y el cual, se había encargado de orquestar cada uno de los movimientos que había llevado a cabo: el asesinato del agente del FBI, el intento de asesinato de los tres sospechosos, e secuestro de la muchacha… Todo lo había hecho siguiendo sus órdenes, aunque eso significase matar a mi propio hijo. Pero no podía haberme negado. Sus recompensas eras demasiado tentadoras como para poder rechazarlas. Siempre había soñado con llegar a senador y tal vez, presidente. Ese desconocido me ofrecía la oportunidad a cambio de ayudarle. Pero ahora ya todo es inútil, me he convertido en un fugitivo buscado por la ley. De vivir en una hermosa mansión de millones de dólares, a esconderme en un cuchitril lleno de ratas y cucarachas. Había caído muy bajo y no había servido para nada.
Llevaba días esperando la llamada de mi salvador o salvadora para poder escapar a algún país alejado del mundo. Pero cuantos más días pasaban, más me daba por pensar que en verdad me habían engañado y todo esto era una trampa. Había escuchado noticias de la tele y de seguidores fieles que mi hijo y sus amigos estaban bien. Su recuperación se consideraba un milagro, y todo gracias a esa joven testadura. Tenía que reconocer que tenía un par de narices bien puestos, no se había rendido ni cedido antes los peligros. Por una parte, estaba contento de que mi hijo tuviera amigos así; pero por otro lado, estaba preocupado por ellos, no tenían ni idea de lo que se les venía encima, yo solo había sido el principio de algo más grande.
Mi hijo. A pesar de haber ignorado su existencia a lo largo de su vida, siempre ha sido por conseguir su bienestar. Muy en el fondo de mí, siempre he velado por su seguridad, su protección. No podía permitir que se viera involucrado en el feo mundo en el que me había metido, y todo ello solo para conseguir el poder. ¿Acaso los ambiciosos cavaban su propia tumba? Eso había pasado conmigo, había cavado mi propia tumba.
La maleta llena de ropa y algunas pertenencias básicas para sobrevivir aguardaba ya empacada junto a la cama que estaba sentada. Hacía días que no podía descansar como era debido, y las ojeras había pasado a formar parte de mi físico de forma permanente. Un móvil viejo de prepago aguardaba en mis manos, listo para recibir la llamada de auxilio. Ya se retrasaba, y por cada minuto que pasaba, mis nervios me carcomían poco a poco. No lo soportaba. Paseaba por la habitación arriba y abajo, abarcando el poco espacio el poco espacio del que disponía. Era un apartamento con una cama pequeña, una cocina escondida en una esquina y un baño. Un lugar que contaba con lo esencial para sobrevivir, pero ya era hora de salir de aquí, me estaba ahogando con mi propio aire.
El móvil sonó encima de la cama, con dos zancadas alcance el aparato y descolgué.
— En el buzón tienes todo lo que necesitas. Avión 123 rumbo Las Bahamas, puerta 6. Tienes dos horas, no llegues tarde. — una voz distorsionada se comunicó conmigo desde el otro lado de la línea. La misma que llevaba haciendo desde hace meses.
— Perfecto —conteste seco. Entre nosotros no había más comunicación que simples monosílabos.
— Y otra cosa, si te coge la policía, yo no he existo. Entre nosotros no ha pasado nado. Sino… morirás.
Aquella siniestra voz colgó antes de que pudiera decir nada más. Notaba mi final cerca. De una forma u otra, notaba que un cuchillo oscilaba encima de mi cabeza dispuesto a caer sobre mí de un momento a otro. No veía un futuro para mí, y había tenido mucho tiempo para asimilarlo. Desde el momento que acepté el trato con el demonio, sabía cómo iba a acabar.
No rechacé más lo inevitable. Cogiendo la pequeña maleta y el abrigo de la cama, salí del apartamento. El lugar que había sido mi refugio desde hace unas semanas. Solo esperaba no tener que volver.
Baje las escaleras estrechas y maltratadas por el tiempo y la humedad. La maleta golpeaba el suelo con sus ruedas haciendo más ruido del necesario. Una vez en la planta baja, corrí al buzón correspondiente. Dentro se encontraba un sobre amarillo con todo lo que me hacía falta para escapar: un pasaporte nuevo, un carnet de identificación nuevo, un billete de avión, y algo de dinero. Ahora era un proscrito, y toda mi fortuna, se había escurrido entre mis dedos. Por lo menos, mi mujer y mi hijo podrían aprovecharla durante bastante tiempo.
Cogí el primer taxi que paso cerca de la calle y me subí. No podía entretenerme con nada, ni con nadie. Un movimiento en falso y sería hombre muerto. El viaje en taxi se me hizo más largo de lo normal. Tal vez los nervios, y la sensación constante de ser vigilado no me dejaba relajarme, ni pensar. Estaba en continua tensión, y me dolía el cuerpo del esfuerzo.
Una hora de tormentosa tortura es lo que tardó el taxi en dejarme en la puerta del aeropuerto. El lugar estaba lleno de personas que venían e iban de vacaciones, y de otras cuantas, que se reencontraban con familias y amigos. Seguí adelante sin mirar a ningún lado, estaba solo a pocos metros de distancia de mi libertad.
No sé en que momento mi camino se vio interrumpido por varias personas.
No sé tampoco en qué momento, dejando de lado la maleta, eché a correr por el aeropuerto directo a la salida.
Y todavía tengo dudas, de cómo acabé tumbado en el suelo con una fuerza aprisionando mi espalda.
Había sido descubierto y detenido. Varios agentes federales me rodeaban y esposaban. Estaba indefenso y no tenía salida. Me rendí a lo que me venía encima. Me pusieron de pie sin ninguna delicadeza y varios hombres —fuertes y armados hasta los dientes— me retuvieron de los brazos. ¿Cómo pensaba que podría salir de aquí? Había sido un idiota.
Editado: 02.03.2021