Un movimiento en falso

Capítulo 6

El ritmo pegajoso de “Wrecking Ball” retumba en los altavoces de mi Audi blanco, mezclándose con el murmullo del tráfico que va deslizándose por la ciudad en su rutina de fin de clases. Subo un poco el volumen, justo en la parte del coro, porque Miley está gritando como si su alma se fuera por la garganta y, francamente, eso me representa bastante bien hoy.

Golpeo suavemente el volante con los dedos mientras conduzco, mi cabello recogido en una coleta alta que se mueve con cada bache del camino. El cielo comienza a teñirse de tonos naranja pálido, y por el retrovisor veo el sedán negro de Kayden siguiéndome a distancia prudente. Obviamente. Conducir detrás de mí es seguramente un suplicio para alguien que vive en modo silencioso y sin drama. Yo, en cambio, vivo con banda sonora.

No sé en qué momento dejé de buscar excusas para ir en mi propio auto. Tal vez necesitaba volver a sentir que el control me pertenece. Que el volante es mío. Que la dirección también. Aunque, por alguna razón, sigo revisando por el espejo cada tanto, asegurándome de que Kayden aún esté allí. Como si formara parte del trayecto.

Canto la última parte de la canción en voz alta, sin pudor, mientras doy el giro hacia nuestra calle. La casa aparece como una silueta elegante al final de la curva. Acelero apenas, no porque esté compitiendo. Bueno… sí. Tal vez solo un poco. Sonrío para mí misma.

Me estaciono delante, aparcando en reversa con precisión. Bajo el volumen cuando Miley termina de desgarrarse y apago el motor. En el espejo retrovisor, veo cómo el auto negro de Kayden se detiene segundos después, con esa exactitud casi mecánica que parece tener para todo.

Salgo del auto. El aire de la tarde es fresco, con olor a césped recién cortado y a la brisa que sube desde el jardín trasero. Estiro los brazos hacia el cielo y doy un par de pasos como si acabara de ganar una carrera en Mónaco. Porque, seamos honestos, así se siente.

Cuando Kayden baja de su auto, lo espero junto a la escalera principal, apoyada contra la baranda con una sonrisa ligera.

—Te gané —digo con tono despreocupado, como quien habla del clima.

Él me mira por un segundo, sin cambiar de expresión. Sus pasos son lentos, como si cada uno estuviera cronometrado por pura costumbre. Se acomoda la mochila en el hombro y ladea la cabeza un poco.

—No sabía que era una competencia —responde, pero hay algo en su voz. Algo que no es desdén. Casi parece… humor.

—Todo en esta vida es competencia, hockey boy —contesto, cruzando los brazos con exagerada confianza—. Lo que pasa es que tú vas por la vida como si no fuera contigo.

Sus labios se curvan apenas, y si no estuviera tan atenta, lo habría pasado por alto. Pero no lo hago. No con él. Con Kayden, incluso una pequeña inclinación en la comisura de su boca es como ver una estrella fugaz en una noche nublada.

—¿Escuchabas Miley Cyrus? —pregunta entonces, con ese tono que no es burla pero tampoco respeto sagrado.

—Obvio. Es una diosa —respondo sin titubear—. ¿O me vas a decir que tú solo escuchas ópera triste o rock instrumental cuando conduces?

Ahora sí, su sonrisa aparece por un segundo, fugaz y casi clandestina, pero real. Y juro que se me congela un poco el estómago al verla.

—Solo intento sobrevivir al caos auditivo —replica, como si el simple hecho de haberme escuchado cantar fuera una experiencia que necesitara terapia.

—Admite que te hizo gracia —lo pincho, divertida.

—Solo un poco —admite con honestidad apagada.

Nos quedamos allí unos segundos, de pie frente a la casa. El silencio no es incómodo. Solo… pausado. Como una escena entre líneas. Como si nuestras presencias necesitaran un respiro entre cada palabra. Hay algo en cómo nos miramos que no era parte del guion hace unas semanas. Como si estuviéramos aprendiendo a leernos de nuevo.

—No tienes que esperarme cada día —dice de pronto, mirando hacia su auto.

—Lo sé —respondo, sin moverme—. Pero a veces lo hago igual.

Él asiente. No pregunta por qué. No hace falta. Me gusta eso de él. Esa forma en que no fuerza respuestas, en que solo escucha cuando no parece estar oyendo nada.

Subimos las escaleras juntos. Él va un paso delante y yo lo sigo, en silencio. El eco de mis botas resuena sobre la madera. Cuando abre la puerta, se hace a un lado para dejarme pasar.

—Gracias, velocista —le digo, dándole un pequeño empujón con el hombro al entrar.

—De nada, cantante de carretera —responde, y por primera vez, no suena sarcástico.

Solo... tranquilo.

Y esa paz me resulta, de pronto, mucho más llamativa que cualquier victoria.

***

La casa está inusualmente tranquila. No hay pasos apresurados, ni ecos de conversaciones filtradas desde el segundo piso, ni siquiera el zumbido leve del televisor en el salón. Solo el sonido del lápiz deslizándose sobre el papel y el repiqueteo casi imperceptible del reloj sobre la pared.

Estoy sentada en una de las butacas de la biblioteca, una taza de té tibio abandonada a un lado, con los apuntes esparcidos frente a mí y el portátil apenas abierto en una pestaña de bibliografía. El parcial de psicología comparada es dentro de dos días, y aunque sé que debería estar algo estresada, lo único que siento es esa calma que aparece cuando por fin te sumerges en algo que exige tu atención por completo.




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