Un movimiento en falso

Capítulo 7

Me despierto tarde. Más allá del mediodía. La luz que entra por la ventana es cálida, demasiado serena como para encajar con cómo me siento por dentro. Sigo vestida con la camiseta grande con la que me acosté anoche, el cabello hecho un desastre, los ojos ardiendo por la sal acumulada de haber llorado más de lo que debería.

No tengo energía para fingir que todo está bien.

Ni para levantarme.

Ni para ponerme una máscara e ir a clases como si nada hubiera pasado.

Sigo acostada, mirando el techo como si en él hubiera respuestas. O sentido. Pero solo hay yeso y una grieta delgada que no recuerdo haber visto antes. Me siento igual que esa grieta. Imperceptible para los demás, pero cada vez más profunda por dentro.

El celular vibra en la mesita de noche. No me molesto en revisarlo. Sé que probablemente es un mensaje de mi padre preguntando si ya me levanté. O de alguien de la universidad. O de Levi, que me va a molestar por haber faltado.

No contesto. No tengo fuerzas para hablar.

Ni siquiera para sonreír.

Solo quiero que el día pase rápido. Como un salto de página. Como un parpadeo largo.

Entonces escucho un par de golpes suaves en la puerta. Me tenso de inmediato, deseando que no la abran. Que me dejen sola. Pero la voz que sigue es dulce, firme y maternal.

—Delaney, soy yo —dice Luciana, apenas en un susurro.

No respondo. Me encojo bajo las sábanas como si pudiera desaparecer. Pero la puerta se abre lentamente de todos modos. Luciana entra con pasos suaves, como si no quisiera romper el silencio que cubre mi habitación como una sábana invisible.

Trae consigo un té caliente. Lo sé por el aroma. Manzanilla.

Me siento un poco en la cama, abrazando las piernas con los brazos, y desvío la mirada. No quiero que me vea así. Vulnerable. Rota.

—No fuiste a clases —dice con delicadeza mientras deja la taza en el escritorio.

—No tenía ganas —respondo en voz baja, sin mirarla.

Luciana se queda en silencio unos segundos. Después se acerca y se sienta en el borde de la cama, dejando un espacio prudente entre las dos. Ese tipo de distancia que no agobia, que no invade, que simplemente está ahí… esperándome.

—Delaney —susurra—. Quiero pedirte disculpas.

Eso me toma por sorpresa. Levanto la vista lentamente. Sus ojos están enrojecidos, como si también hubiera llorado. No por dolor propio. Por el mío.

—No fue tu culpa —murmuro.

—Tal vez no, pero... debí detenerlo antes. Debí decir algo en el momento. No me gustó cómo te habló, y menos aún lo que dijo.

Aprieto los labios, sintiendo que las lágrimas ya están amenazando de nuevo. Me odio por eso. Por no poder controlar lo que siento. Por no poder blindarme como lo hace Kayden. Por ser todavía esa niña que espera que su mamá vuelva, que le diga que fue un mal sueño, que le prepare chocolate caliente en invierno y le peine el cabello.

—Lo que dijo… —empiezo, pero mi voz se corta—. Fue verdad. Mi mamá sí se fue. No me quiso lo suficiente como para quedarse.

Luciana extiende una mano, muy despacio, hasta posarla sobre mi rodilla. Ese simple gesto rompe el último hilo que me sostenía.

Lloro.

Otra vez.

Pero esta vez no huyo. Esta vez no me entierro en las sábanas para que nadie me vea. Esta vez… me dejo abrazar.

Luciana se acerca y me envuelve con ambos brazos. No me dice nada al principio. No lo necesita. Me sostiene con fuerza, como si quisiera pegar todos mis pedazos rotos con su abrazo. Y en su pecho, por un instante, me siento segura. Me siento vista. Me siento querida.

Lloro con la cara contra su hombro, sin importar si mi voz se quiebra, si mi llanto es desordenado, si me escuchan desde el pasillo. Porque nadie lo había hecho antes. Nadie me había abrazado así en mucho tiempo. No desde mamá. No desde que ella se fue sin mirar atrás.

—Tú no tuviste la culpa, mi amor —dice Luciana en un susurro que se mete en mi alma—. Ningún niño merece ser abandonado. Y tú… tú mereces todo el amor del mundo.

No contesto. Me aferro a ella como si fuera un ancla, como si de repente todo se hubiera soltado y necesitara algo para no hundirme.

—Kayden es complicado —añade después de un rato—. Él tiene rabia, y la esconde detrás de ese sarcasmo suyo, pero eso no le da derecho a herirte. Prometo hablar con él. En serio.

Yo solo asiento, porque no tengo fuerzas para hablar.

Y porque en ese momento, abrazada a ella, no me importa nada más.

La taza de té sigue humeando sobre el escritorio.

Luciana me acaricia el cabello con delicadeza, y yo dejo que lo haga.

Cierro los ojos. Inspiro despacio.

Quizá no tengo a mi mamá. Quizá nunca vuelva. Quizá nunca pueda borrar esa herida.

Pero hoy… alguien decidió abrazarme como una madre lo haría.

Y eso, por ahora, es suficiente.




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