Un movimiento en falso

Capítulo 8

El frío del hielo me acaricia la piel como una caricia de advertencia. Mis dedos tiemblan al ajustar el protector sobre mi rodilla izquierda, ese recordatorio molesto de que soy humana, de que incluso cuando vuelo en el hielo, hay partes de mí que pueden romperse. Respiro hondo y dejo que el silencio del recinto vacío me envuelva.

Estoy sola.

Y eso me da paz.

Paz para intentar lo que no debería. Paz para desafiar mi cuerpo herido una vez más.

Respiro.

La música comienza a sonar por los altavoces, una melodía instrumental que me acompañó la última vez que gané una medalla, esa coreografía con la que sentí que podía incendiar el hielo y convertirlo en arte. Hoy, solo quiero recordar que aún puedo hacerlo.

Me impulso y deslizo.

La primera parte de la rutina es suave. Pasos de deslizamiento, figuras con los brazos, extensiones fluidas. No siento dolor, aún no. Solo una punzada tímida, como un aviso bajo la piel. Me concentro en los compases. Cada nota me lleva a un movimiento. Cada movimiento, a un recuerdo.

Giro.

Un giro doble.

Luego uno triple.

Me tiembla la pierna al aterrizar, pero lo logro. Aprieto los dientes. No dejo que mi rostro muestre nada. Nadie me está viendo, me repito. Nadie más que mis pensamientos.

Y entonces, aplauden.

Unos aplausos secos, nítidos, rompen la armonía.

Detengo el movimiento y me giro con brusquedad. Mi respiración está agitada y mi corazón me martilla en las costillas, pero no es por el esfuerzo. No es solo eso.

Es él.

Apoyado contra el vidrio, con los brazos cruzados, Kayden me mira con esa expresión ilegible que siempre me pone nerviosa. Ni sonrisa, ni burla, ni admiración. Solo... atención.

Intento volver a deslizarme, ignorarlo, fingir que no me importa, pero cuando me doy cuenta, él ya está empujando la puerta para entrar a la pista.

—No deberías estar haciendo giros con esa rodilla —dice mientras se acerca. Su tono no es molesto. Es más bien bajo, como si estuviera recordándome que no soy de acero.

—Estoy bien —respondo sin mirarlo directamente.

Él no insiste. Solo se mueve a mi lado y me iguala el paso. Patina como si no le costara nada. Como si el hielo fuera una extensión natural de su cuerpo. No es justo que sea tan bueno en esto también.

—¿Qué haces aquí? —pregunto sin ocultar el fastidio en mi voz.

—Mi entrenamiento terminó. Pasé por casualidad.

Levanto una ceja, dudando que algo en la vida de Kayden sea casual.

Seguimos deslizándonos. Yo reduzco la velocidad por inercia y él se mantiene a mi lado, como si supiera exactamente cuántos metros dejar, qué distancia respetar.

—Haz un giro —dice.

—Estoy haciendo pasos fáciles —respondo.

—Entonces no hay problema si te ayudo un poco.

Antes de que pueda negarme, extiende una mano. Su palma abierta, su mirada fija en la mía. Hay un atisbo de algo diferente esta vez. No sarcasmo. No provocación.

Solo... algo silencioso.

Dudo.

Pero mis dedos terminan rozando los suyos.

El contacto es breve, pero suficiente. Me guía con seguridad mientras comenzamos una secuencia simple de pasos de pareja. Deslizamos juntos, sus manos marcando el ritmo con una precisión sorprendente. Se acomoda detrás de mí para hacer un giro combinado. Mis piernas tiemblan ligeramente, pero sus manos están firmes en mi cintura, dándome el equilibrio que necesito.

—Confía —susurra.

Y yo odio que lo hago.

Floto.

Giro.

Me dejo llevar.

Por un momento, no duele nada.

Nos separamos un segundo y luego, en un movimiento fluido, se posiciona para el último giro. Lo conozco. Lo vi hacerlo antes. Ese giro que implica levantar a su compañera desde las rodillas.

—No, Kayden, eso no… —pero ya me sostiene.

Sus manos envuelven mis rodillas con una firmeza extrañamente delicada, y de pronto estoy en el aire. Giramos. Todo a mi alrededor se vuelve un borrón de hielo, luces y su rostro concentrado. Mis manos se aferran a sus hombros por reflejo. Mi pecho se agita.

Y cuando el giro se detiene, aún no me baja.

Estoy flotando, sostenida por él, y nuestros rostros están… demasiado cerca.

Su respiración se mezcla con la mía.

Sus ojos —claros, afilados— me miran con una intensidad que no recuerdo haberle visto antes.

Y yo no me muevo.

No puedo.

El mundo se detiene.

Mi corazón late tan fuerte que me da miedo que lo escuche.

Hay un silencio denso entre nosotros. Un segundo, dos. No sé cuántos.




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