—Papá… —empiezo, ajustándome el abrigo mientras salimos por la puerta de casa. El aire de la mañana huele a tierra húmeda y hay una calma casi extraña en el vecindario.
Él voltea a verme, sin apuro. A pesar de las líneas de preocupación que no ha logrado borrar desde que me lastimé, su mirada sigue siendo cálida. Incondicional.
—¿Sí, princesa?
Trago saliva. No quiero sonar frágil. No quiero que me diga que no, pero tampoco quiero que crea que estoy empeñada en romperme más de lo que ya estoy.
—Estuve pensando que… tal vez deberíamos ir al médico. Hacer exámenes más profundos de la rodilla.
Él frunce un poco el ceño, deteniéndose antes de llegar al auto.
—¿Te duele más?
—No —me apuro a aclarar—. No es eso. Solo… si quiero volver a entrenar de verdad, si quiero tener una oportunidad de presentarme otra vez, necesito saber cómo estoy. Si va a sanar bien. Si puedo forzarla un poco sin romperme. No quiero dar pasos en falso.
Su expresión se suaviza, pero no responde enseguida. Lo observo en silencio, mientras abre el auto y me hace una seña para que suba del lado del copiloto. Aún no me dice nada, y eso me hace retener el aire sin querer.
Cuando me siento en el asiento y cierro la puerta, finalmente habla.
—Sabes que no quiero verte sufrir, Laney —dice con voz baja, sincera—. Pero también sé que te duele más estar lejos del hielo que cualquier lesión.
Lo miro. Mis ojos se humedecen de inmediato.
—Papá…
—Vamos al médico esta semana. Todos los exámenes que necesites, ¿de acuerdo? —Asiente, girando la llave del auto—. Pero prométeme que vas a tener paciencia. Y que si te dicen que no es seguro, vas a escucharlos.
Asiento, aunque una parte de mí se encoge. No sé si podría soportar otra vez un “no” definitivo.
—Prometo que voy a intentarlo con cabeza, lo juro —susurro.
Él me revuelve el cabello con cariño, como cuando era niña y me hacía trencitas deshechas antes de las prácticas.
Antes de que pueda acomodarme mejor, algo me llama la atención desde el otro extremo de la entrada. Giro la cabeza hacia mi auto. Está estacionado exactamente donde lo dejé anoche, pero hay algo en el parabrisas.
Una figura blanca.
Me frunzo el ceño y abro la puerta otra vez.
—¿Laney? ¿Qué pasa?
—Dame un segundo.
Camino hacia mi Audi blanco con el ceño fruncido. Hay una pequeña figura de papel metida justo entre el parabrisas y el limpiaparabrisas. Delicada. Precisa. Casi me detengo al sentir ese déjá vu inquietante antes incluso de tocarla.
La saco con cuidado.
Un cisne.
Hecho de origami. Perfectamente doblado.
Mi corazón tropieza.
Mis dedos tiemblan un poco mientras lo observo de cerca. No tiene ningún escrito, ni ninguna pista clara, pero el recuerdo aparece de inmediato: aquella grulla de papel que hice en la biblioteca de la universidad, que dejé sobre la mesa mientras revisaba apuntes para el parcial… la misma que desapareció sin dejar rastro.
Nunca supe quién la tomó.
Ni por qué.
Y ahora este cisne aparece en mi auto como una sombra de aquel momento. No lo entiendo, pero me deja un hueco en el estómago. No es miedo, ni siquiera incomodidad. Es esa sensación de que algo se está moviendo en las sombras de mi día a día, tocándome sin que lo vea venir.
—¿Qué era eso? —pregunta papá desde el auto cuando vuelvo con la figura entre las manos.
—Nada —respondo, aunque mi voz suena un poco hueca—. Solo un trozo de papel.
Él no insiste.
Me siento de nuevo, con el cisne en el regazo. Es idéntico al estilo de la grulla que hice. Alguien la tomó. Alguien sabe que la hice. Y ahora me deja esto como respuesta.
Aprieto los labios, sintiendo algo latente en el pecho. Un susurro, un eco, una pregunta sin respuesta.
¿Fue Kayden?
No debería pensarlo, pero lo hago. Porque él fue quien apareció aquella tarde en la biblioteca, demasiado tarde para notar que la grulla había desaparecido. Porque él me ha mirado distinto desde entonces, como si supiera algo que no me ha dicho. Como si cargara con una parte de mí que ni yo reconozco del todo.
Guardo el cisne en mi mochila con cuidado, como si temiera romper algo más que papel.
El motor arranca y dejamos la casa atrás.
Pero mi mente se queda ahí.
***
El olor a desinfectante me revuelve el estómago apenas cruzo la puerta. No es que le tema a los hospitales, pero este lugar en particular huele a recuerdos rotos, a dolor empaquetado en batas blancas y silencio.
Mi padre camina junto a mí, firme como siempre. Tiene la mirada al frente, la mandíbula apretada y las manos en los bolsillos de su chaqueta. No dice nada, pero sé que su cabeza va a mil por hora.
Editado: 03.06.2025