Pov. Kayden
La hoja está doblada con precisión entre mis dedos. Mis manos, grandes, callosas por el stick de hockey y las caídas que no se cuentan, no están hechas para esto. Pero se han acostumbrado. Se han rendido al hábito, a la forma meticulosa de las alas, al pico elegante, a la silueta que ella tanto admira en las figuras de origami.
No sé cuántos cisnes he hecho ya. No los cuento. No quiero saber cuántos días han pasado desde que me atreví a comenzar a reparar, en silencio, lo que rompí con palabras torpes.
Ella hace grullas. Siempre la he visto. Al principio sin intención. A veces en la biblioteca, con los codos apoyados sobre la mesa, el ceño fruncido en concentración, doblando con calma y sin prisa una hoja mientras lee o escribe. Otras veces en el sofá, una pierna cruzada sobre la otra, los dedos moviéndose casi de forma automática. Como si ese acto le diera paz.
A mí, me dio la oportunidad de aprender.
Aprendí solo para ella.
Miro el cisne terminado. Blanco. Impecable. Pequeño y frágil. Como la forma en que se quebró su expresión esa noche.
La cena.
Cierro los ojos y la imagen vuelve con una claridad que desearía poder arrancarme de la memoria.
Ella al otro lado de la mesa, con esa sonrisa forzada que desapareció en cuanto mis palabras salieron. Como cuchillas disfrazadas de broma. Como veneno suave.
Recuerdo el instante exacto en que supe que había cruzado una línea.
Fue cuando se llevó la mano a la mejilla y limpió esa lágrima. Una sola. Silenciosa. Y bastó para partir algo dentro de mí que no ha terminado de sanar. Porque no era una lágrima cualquiera. Era una que se tragaba la humillación, el dolor, el orgullo herido. Y yo la había provocado.
No sabía que me afectaría tanto verla llorar.
No sabía que el dolor de alguien más podía sentirse tan visceral, tan personal.
Y lo peor es que ella no me dijo nada. Solo se alejó. Con dignidad. Con esa tristeza muda que pesa más que cualquier reproche.
Desde entonces, solo he querido una cosa: encontrar la forma de pedir perdón sin palabras vacías. Sin excusas. Sin esperar que me crea. Solo… estar ahí. Presente. Como ahora.
Me levanto del escritorio con el cisne en la mano. Camino en silencio por la casa, cruzando el pasillo con pasos suaves. La tarde está cayendo afuera, tiñendo las ventanas de un tono naranja apagado.
Salgo al porche. El aire es fresco, huele a hojas y a algo más. A reinicio, quizás. O a redención.
El auto de Delaney está estacionado en el mismo lugar de siempre, como si también hubiera aprendido una rutina. Me acerco sin hacer ruido, aunque no hay nadie cerca. No necesito testigos para esto.
Coloco el cisne justo donde va: en el centro del parabrisas, entre el vidrio y el limpiador. Con suavidad. Como si el mínimo movimiento brusco pudiera arrugarlo.
Lo miro por un segundo.
Y por primera vez me pregunto si ya sabe que soy yo.
Quizá lo ha sabido desde hace semanas. Quizá no.
Y la verdad es que no importa.
No hago esto para que me descubra. No lo hago para que me agradezca o me perdone. Lo hago porque no podría seguir viéndola sin intentar remendar, aunque sea con papel, lo que destrocé con palabras.
Me alejo unos pasos. Me quedo mirando el auto por unos segundos más, las manos en los bolsillos, el corazón demasiado callado como para no sospechar que algo en mí también cambió con esa lágrima suya.
La verdad es que pensé que ella era frágil.
Eso dije. Eso quise creer. Porque era más fácil pensar que alguien como Delaney —hermosa, educada, artística— no podía entenderme. No podía ser real.
Y entonces vi que sí lo era. Real en su dolor. En su esfuerzo. En su lucha por volver al hielo con una rodilla que le responde a medias pero con un alma que no se rinde.
El frágil era yo.
Yo, con mis prejuicios. Con mis barreras. Con mis ataques pasivo-agresivos porque no sabía cómo manejar que ella fuera… ella.
Ahora solo quiero que siga levantándose del suelo cada vez que se agota en fisioterapia.
Quiero que vuelva al hielo, que ría con las niñas, que se limpie el sudor de la frente con una sonrisa de victoria.
Quiero estar cerca, pero no para cargarla.
Quiero empujarla si me deja.
O acompañarla, incluso si nunca más me mira como antes.
Un cisne de papel no va a borrar lo que dije. Pero es mi forma de recordarle —de recordarme— que todavía estoy aquí. Que si hay una forma de sanar, incluso doblando trozos de papel, voy a seguir haciéndolo.
Todos los días, si es necesario.
Aunque ella nunca diga que lo sabe.
Aunque solo lo recoja con una sonrisa y se lo guarde en el bolsillo.
Aunque lo deje en el tablero y no diga nada.
Seguiré dejándolos.
Editado: 03.06.2025