Mi habitación está hecha un caos, pero un caos bonito.
Hay hojas sueltas por todas partes. Algunas con anotaciones, otras con dibujos sin terminar. La mayoría están arrugadas en algún rincón o dobladas en figuras que ahora forman un paisaje de papel sobre el suelo de madera. Grullas blancas, rosadas, azules pálidas… todas pequeñas, algunas torcidas, otras perfectas, como si cada una llevara un pedacito de mis emociones.
Estoy sentada en el suelo con las piernas cruzadas, la espalda contra el borde de la cama, los codos sobre las rodillas, concentrada en doblar con precisión una hoja lila. La música suena bajita en el fondo, algo instrumental, suave, casi imperceptible.
No escucho cuando entra.
No sé cuánto tiempo lleva ahí.
Pero de repente, una sombra cubre la luz que entra desde la ventana, y frente a mí, justo delante de mi rostro, se posa un pequeño cisne blanco. Perfectamente hecho. Simétrico. Elegante. Doblez por doblez.
Sonrío antes de girarme siquiera.
Porque ya sé quién es.
Lo tomo con cuidado, sintiendo la textura del papel bajo los dedos, la familiaridad del gesto. Lo observo un segundo, y luego, lentamente, giro el rostro hacia él.
Kayden está de pie a mi lado, agachado un poco, mirándome con esa expresión suya que no es sonrisa ni seriedad. Solo una calma extraña, casi tímida.
—¿Hace cuánto estás ahí? —pregunto bajito, sabiendo la respuesta.
Él se encoge de hombros. No hace falta que diga nada.
Nos miramos en silencio.
El cisne de papel aún reposa en mis manos.
Pienso en los otros. En los que he encontrado cada día en el parabrisas de mi auto. Uno tras otro. En silencio. Sin exigencias. Sin explicaciones. Solo presencia.
Solo él.
Aprendió a hacer cisnes porque me vio doblar grullas. Porque prestó atención cuando pensé que él no estaba mirando. Porque entendió, a su manera, que tenía que hacer algo más que hablar.
Y lo hizo.
Día tras día. Con papel. Con manos torpes al principio, quizá. Pero con intención. Con constancia. Con esa forma suya de ser que ya he empezado a entender.
No necesito que me pida perdón otra vez. No con palabras.
Él ya lo hizo con cada doblez.
Con cada vez que me levantó del suelo después de la fisioterapia sin que yo se lo pidiera. Con cada mirada cuando pensaba que no lo notaba. Con cada cisne, uno por uno, como una forma de decir “aquí estoy, todavía, y no me voy”.
—Gracias —digo finalmente, y suelto el aire que llevaba conteniendo desde que lo vi.
Kayden se sienta a mi lado sin decir una palabra.
Dejo el cisne sobre mi pierna y paso mis dedos sobre la cabeza de una de las grullas a mi lado.
—Cuando era niña, pensaba que si hacía mil grullas, podría pedir un deseo —comento, casi en susurro, mirando al suelo cubierto de figuras.
—¿Y qué deseabas?
Lo miro.
Sus ojos tienen esa profundidad serena que aparece solo cuando baja todas sus defensas. Cuando deja que lo vea de verdad.
—Que todo doliera menos —respondo.
No se ríe. No hace un comentario para suavizar. Solo asiente muy levemente.
—¿Y ahora? —pregunta con la voz más suave de lo que jamás le había oído hablar.
Sonrío.
—Ahora no necesito hacer mil.
Lo miro. Directo. Sin miedo.
—Con que tú me traigas uno cada día, está bien.
Kayden entrecierra los ojos apenas, con una expresión que parece contener alivio, emoción y algo más que no se atreve a nombrar.
Y yo sé.
Sé que no necesito que me diga cuánto lo lamenta, ni que me prometa cosas que quizá no sabrá cumplir. Lo que ha hecho, lo que hace cada día, es suficiente.
Me ha demostrado que el arrepentimiento no siempre viene con grandes palabras. A veces, viene en forma de silencio. En la constancia. En el quedarse. En el intentarlo.
Y yo lo he perdonado.
Sin necesidad de decirlo en voz alta.
Porque su presencia en mi habitación, en mi rutina, en mis días… ya ha hablado por él.
Y yo he escuchado.
***
La música suena por los audífonos con un ritmo suave, relajante. Es una de esas canciones de piano instrumental que tengo en mi playlist para cuando simplemente quiero respirar sin pensar demasiado. Estoy recostada en la cama, con el cabello suelto cayendo hacia un costado, y mi celular sostenido con una mano encima de mi pecho.
Miro Instagram sin prestar demasiada atención. Paso historias, deslizo el dedo de forma automática, sin detenerme en nada específico. Imágenes de comida, frases motivacionales, videos de perritos. Lo de siempre.
Hasta que me vibra el celular con una notificación.
Editado: 03.06.2025