El hielo cruje suave bajo mis patines mientras las niñas dan vueltas alrededor de mí, riendo, girando, cayendo y volviendo a levantarse con esa energía infinita que siempre me contagia. El frío me acaricia el rostro, pero mi cuerpo está tibio por el movimiento constante, por las correcciones que repito una y otra vez con cariño.
—¡Eso es, Noa! ¡Gira los brazos como si abrazaras al viento! —le grito a una de las más pequeñas, que me devuelve una sonrisa llena de dientes.
Sydney observa desde el borde de la pista, silbato en mano —sí, aún insiste en su rol de entrenadora oficial— y no puedo evitar reírme cada vez que lo sopla con una seriedad que contradice su moño desordenado y sus calcetas navideñas.
Todo está bien.
La rodilla apenas me recuerda su presencia con un leve cosquilleo, una punzada suave que ya no me limita, sino que me recuerda lo mucho que he avanzado.
Respiro hondo. Giro. Recojo a una niña que se ha deslizado demasiado y la incorporo entre risas. El sonido de los patines, las voces, la música suave de fondo… todo es armonía.
Hasta que lo veo.
Kayden.
Al principio pienso que lo estoy imaginando. Pero no, está allí, en una esquina de la pista, con su gorro gris, su chaqueta de hockey abierta sobre la camiseta negra, y esa forma suya de caminar que siempre parece entre despreocupada y poderosa. No dice nada. Solo me observa. Con una media sonrisa, con los ojos brillando.
Y antes de que pueda reaccionar, se pone los patines que carga colgando al hombro y entra al hielo como si siempre hubiera pertenecido allí.
Las niñas lo reconocen al instante.
—¡Es Kayden! —grita una, emocionada.
—¡El novio de la profe! —añade otra con una risita traviesa.
Yo no sé dónde meterme. El rubor sube como fuego por mi cuello.
—¡No digan eso! —protesto, aunque ni yo me lo creo.
Él se acerca con tranquilidad, deslizándose con una soltura que hace que Sydney silbe bajito, esta vez en señal de aprobación. Los ojos de todas las niñas están puestos en él, y no puedo culparlas. Hay algo hipnótico en la forma en que se mueve. En cómo todo su lenguaje corporal grita seguridad y al mismo tiempo… dulzura.
Me detengo.
Él llega hasta mí sin prisa. Nos quedamos frente a frente.
—Hola —murmura, con esa voz grave que se mezcla con el eco del hielo.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, con una sonrisa que no puedo contener.
—Ensayando algo —responde, y antes de que pueda replicar, me toma de la cintura.
Todo sucede rápido.
Me alza con una facilidad pasmosa, como si no pesara nada. Gira suavemente sobre el hielo, y nuestras miradas se cruzan a medio camino del movimiento. Sus manos son cálidas incluso a través de mi ropa. Siento cómo mi cuerpo reacciona a su toque, a su cercanía.
Y entonces, sin decir una sola palabra, me besa.
Allí, frente a todas.
Su boca sobre la mía es suave, segura, cálida. Un beso que no busca esconderse ni explicarse. Un beso que dice más de lo que cualquiera podría poner en palabras. Mis brazos se apoyan en sus hombros por inercia, buscando anclarme, aunque el vértigo es más emocional que físico.
Las niñas gritan.
—¡Beso, beso, beso! —corean con alegría desbordada.
—¡Ay, qué románticooo! —añade otra mientras se tapa los ojos entre risitas.
Nos separamos con lentitud.
Y en cuanto nuestros labios dejan de rozarse, no puedo hacer otra cosa más que esconder mi rostro en su cuello, sintiendo el calor que me cubre por completo.
Estoy segura de que mis mejillas están del mismo color que mis guantes rojos.
Kayden ríe.
Una risa baja, genuina, sin la sombra de su sarcasmo habitual. Como si por fin pudiera ser él mismo sin miedo. Siento cómo su pecho vibra contra el mío, y el sonido me envuelve como una canción suave en medio del frío.
—¿Sabes que me estás dejando en vergüenza frente a todo mi equipo? —murmuro, sin atreverme a levantar la cara.
—¿Y? —responde con tono divertido—. Estás linda cuando te pones roja.
Su mano acaricia mi espalda por encima del abrigo. Me sostiene con tanta delicadeza que duele de lo bonito que es.
Cuando por fin me atrevo a mirarlo, él me sonríe. De ese modo que me hace olvidar que alguna vez dudé de sus intenciones. De ese modo que me hace pensar que quizá siempre valió la pena el camino, incluso con sus tropiezos.
—Tú —le digo, con una sonrisa tímida— no tienes remedio.
—No quiero tenerlo —responde, bajándome con cuidado al hielo—. No si eso implica alejarme de ti.
Las niñas aplauden. Algunas intentan imitar el giro, otras nos miran como si fuéramos sacados de una película.
Y por primera vez en mucho tiempo, siento que todo encaja.
Que el hielo, las luces, los giros… y él, forman parte de un mismo latido.
Editado: 03.06.2025