El control remoto descansa entre mis dedos mientras la película avanza en la pantalla, con escenas rápidas, luces cálidas y diálogos que apenas retengo. El sonido es envolvente, pero no lo suficiente para distraerme del todo. Mastico una papa frita, salada y crujiente, y dejo caer las piernas sobre el sofá, rodeándome con la manta suave que me traje de mi habitación. No quiero pensar en nada. Solo quiero este silencio lleno de ficción.
Después de clases, después del hielo, después del cansancio, esto es lo único que me pertenece: este sofá, esta película y este tazón de papas a medio comer. Mi respiro entre todo lo que no puedo controlar.
La puerta principal se abre de golpe.
—¿En serio, Delaney?
Su voz estalla en la sala como si hubiera arrojado una piedra a través de un ventanal. Kayden.
Me enderezo un poco, pero no digo nada. Ni siquiera hago el esfuerzo de pausarla.
—¿Me vas a ignorar ahora también?
Me obligo a mirar la pantalla como si la escena importara, como si la protagonista llorando en un tren tuviera algo que ver conmigo.
—¿Me dejaste tirado en la universidad? —continúa, y su voz sube un tono—. ¿Sabes lo patético que es tener que pedir un Uber porque mi querida hermanastra decidió desaparecer?
Dejo caer otra papa en mi boca sin responder.
No necesito esto.
No tengo la energía.
—¡Podrías al menos decir algo!
La tensión se acumula en mi pecho como una presión que me empuja hacia adentro. Sigo sin mirarlo. Me niego a darle lo que busca: una reacción.
—Kayden —la voz de su madre aparece desde el pasillo—. Cálmate.
—No, mamá. No me voy a calmar. ¿Tú sabes lo que fue esperarla durante más de media hora para que ni siquiera contestara los mensajes? ¡Ni una palabra! ¡Y luego tengo que regresar como si no valiera nada!
Ella entra a la sala con expresión tensa. Su cabello perfectamente recogido no se mueve ni un centímetro, pero sus ojos reflejan incomodidad.
—Delaney —interviene mi papá ahora, desde la cocina—, ¿qué pasó?
No respondo.
No porque no pueda. Sino porque no quiero.
Porque lo único que quiero es que todos desaparezcan y me devuelvan mi momento de paz. Esta sala era mi refugio, mi escape, y ahora está llena de voces que no pedí.
—¡Claro, ella nunca dice nada! —exclama Kayden, furioso—. Se encierra en su silencio como si fuera la víctima de todo. ¡Ni siquiera vive esto con nosotros y ya actúa como si el mundo le debiera algo!
Eso sí me hace mirarlo.
Directo a los ojos.
Solo por un segundo.
No hay miedo en mí, pero sí un enojo helado que corre lento por mis venas. La diferencia entre gritar y callar es que el silencio duele más cuando se sostiene. Y yo lo sostengo con todo lo que tengo.
Mi padre da un paso hacia él.
—Kayden, basta. No es forma de hablarle.
—¡Entonces que hable ella! —grita, con los ojos desbordados de rabia—. Que diga por qué actúa como si yo tuviera que aguantar todo esto. No somos una familia. No quiero fingir que lo somos.
Su madre le toca el brazo, pero él lo aparta.
Y ahí estoy yo, con la manta a medio caer, el tazón de papas sobre las piernas, y un nudo en el pecho que ya no me puedo tragar. La película sigue corriendo. Alguien llora en la pantalla. Pero yo ya no escucho nada.
Me levanto sin una palabra.
Lentamente.
Recojo el tazón, lo llevo a la cocina, lo dejo en la encimera. El eco de los gritos aún vibra en mis oídos, pero ya no me toca. Cruzo la sala otra vez, sin mirar a ninguno de los tres.
Siento las miradas.
Siento la tensión.
Siento todo lo que no se dice y todo lo que se ha dicho de más.
Subo las escaleras con calma, sin apresurarme. Cada peldaño es una distancia. Cada paso es una muralla que construyo sin ladrillos.
Y cuando llego a mi habitación, cierro la puerta detrás de mí. No de golpe. No con rabia.
Solo la cierro.
Porque mi silencio no es rendición.
Es la única forma que tengo de no romperme.
***
Bajo las escaleras con paso firme, sintiendo el eco de mis propios zapatos sobre la madera pulida. El bolso cuelga de mi hombro, con los cuadernos apenas organizados dentro, y las llaves del Audi tintinean entre mis dedos. Ya me lavé los dientes, ya recogí el cabello en una coleta alta, ya soporté lo suficiente por hoy y aún ni siquiera he salido de la casa.
Solo quiero llegar a la universidad, ponerme mis audífonos, ignorar al mundo y seguir con mi rutina como si esta casa no se hubiera llenado de nuevas reglas, nuevas voces y nuevas tensiones que no pedí.
Estoy a punto de cruzar la puerta cuando la voz de mi padre me detiene.
Editado: 12.09.2025