Las pesadillas perturbaron el sueño de Lucinda durante toda la noche. Imágenes de alas blancas y negras bañadas en sangre inundaron su mente, al igual que unos profundos ojos negros.
Ella despertó sobresaltada, olvidando por un momento que aquel frío lugar, no era su casa. Lo último que recordaba eran las cálidas caricias de su madre, acompañadas de su dulce voz, cantándole aquella canción que no escuchaba hacía años. Al abrir los ojos le costó enfocar la vista, la falta de descanso le estaba pasando factura y por unos segundos solo pudo distinguir una masa marrón por encima de ella que se iba moviendo. De a poco, manchas de humedad empezaban a tomar forma en el techo de la cabaña a medida que el mareo que sentía iba disminuyendo.
Lucinda, un tanto confundida, dio media vuelta en la pequeña cama que había compartido con su madre la noche anterior, pero ella ya no se encontraba allí. En cambio, pudo ver y oír a su padre durmiendo en la cama contigua, con sonoros ronquidos que demostraban lo profundo que debía estar descansando.
Lo único que se escuchaba además de los ronquidos de Pedro, eran las ramas de los árboles rascando el techo de madera, mecidas por el viento que quedaba de la tormenta. Lucinda se sentó al borde la cama, intentando no hacer ningún ruido para no despertar a su padre, se calzó las botas de lluvia que aún estaban algo húmedas, con la intención de ir en busca de su madre.
Ya que la habitación no tenía puerta, llegaban hasta ella leves murmullos provenientes de la cocina. Era evidente que Jazmín y su madre estaban conversando de algo, pero intentaban mantener el volumen bajo para no despertar a nadie. Dado el tamaño de la cabaña, resultaba imposible para Lucinda pasar desapercibida, por lo que en el mismo instante en que se posó en el umbral de la puerta, las cabezas de su madre y su amiga se voltearon en su dirección.
—Hija, ¿pudiste descansar?— preguntó María en tono afable, al tiempo que se llevaba a los labios una taza con algún líquido humeante.
—Eso creo— respondió Lucinda, rascando su cabeza en un gesto involuntario de nerviosismo, al tiempo que dirigía su mirada a la pequeña ventana que se encontraba a un lado de la puerta principal.
A través de ella, se dejaba entrever que aún no amanecía del todo, pues la oscuridad seguía sobre ellos. Los árboles parecían cubiertos por una luz negra y las sombras que ella podía distinguir con facilidad, ahora se veían como una gran masa uniforme. Algo oscuro y siniestro se escondía entre los árboles, Lucinda podía sentirlo, y la tristeza que la embargaba desde hacía semanas, ahora se transformaba en una certeza de peligro inminente.
—¿Qué tan seguros estamos aquí?— preguntó Lucinda acercándose a la mesa, con un claro gesto de disgusto y preocupación.
—Lo suficiente hasta que vengan por nosotros— respondió Jazmín sin dirigirle la mirada y concentrándose de más en la taza que sostenía en sus manos. La tensión entre ellas seguía latente, por lo que la pelirroja no quería presionar a su amiga. Consideraba que lo mejor era darle el tiempo y el espacio necesarios para comenzar a comprender un poco todo lo que sucedía y cambiaba a su alrededor.
Con dolor, evitaba verla a los ojos, pues no podía soportar sentir el desagrado de quien ella consideraba una hermana, gracias a tantos años de mentiras.
—¿Y cuándo nos vendrán a buscar? Quienes quieran que sean— inquirió Lucinda tomando asiento junto a su madre, aún sentía cierto recelo hacía Jazmín por lo que no sabía cómo dirigirse a ella. Ella era su amiga, la única en quien podía confiar y todos estos años juntas habían sido un vil engaño, ¿para qué? ¿Para protegerla? Pero ¿De qué exactamente? Nadie parecía saberlo o no querían decírselo.
Ahora más que nunca se encontraba atrapada entre las paredes de un engaño mucho mayor.
¿Mis padres estarán vivos? Pero ¿Quiénes serán? ¿Por qué me dejaron con extraños? No no no, mis padres no son extraños, ellos me criaron. No dudaron en aceptarme desde el primer día y nunca me dejaron sola. Fueron ellos quienes me dieron todo el amor que podría recibir y estoy eternamente agradecida de me hayan aceptado.
—Calculo que en una hora más van a llegar. Son de confianza, así que no se preocupen por nada— respondió Jazmín, aún sin mirar a su amiga, interrumpiendo los pensamientos de aquella.
El frío viento se colaba por entre la madera vencida de la cabaña, helando la piel, calando hasta los huesos. Lucinda no pudo evitar sentir un escalofrío fuerte proveniente de su espalda, su piel se erizo e, involuntariamente, se abrazó a sí misma buscando algo de calor.
—¿Tienes frío, cielo?— preguntó Maria, con un leve tono preocupado en la voz, dirigiendo su mirada a su hija.
—Mis zapatos siguen algo húmedos— respondió la muchacha, un tanto distraída, aún observando por la pequeña ventana—. Sabes que tener los pies fríos no es muy cómodo para mi.— Al terminar aquella frase, Lucinda sintió como si algo en el bosque la llamara. Un leve susurro proveniente de algún lugar no tan lejano, se hacia oir por entre la conversacion de Jazmin y su madre.
Eran voces que pocas veces había oído, pero que solo aparecian cuando ella se acercaba al bosque. Ahora esas voces eran un poco más claras y sonaban alteradas, como si buscaran alertarla sobre algo. Como si quisieran darle aviso sobre el peligro inminente.
—Oigan— llamó Lucinda— ¿Acaso escuchan...?
No logró terminar de formular la pregunta, puesto que en ese mismo instante un golpe tímido a la puerta principal resonó en la estancia, provocando que las tres se levantaran de golpe. Era imposible que el equipo de confianza de Jazmin hubiese logrado llegar tan deprisa, y eso ella lo sabía.
Aquel que estaba tras la puerta no era nadie esperado ni mucho menos bienvenido, y la chispa de preocupación se encendió en los ojos de Jazmín. De su bota izquierda sacó un cuchillo reluciente, color plateado y de unos siete centímetros de largo, lo empuñó con una habilidad desconocida para Lucinda, para luego quedarse junto a la puerta en posición defensiva.