Un Mundo Olvidado

Capítulo 21: Bella Durmiente

La oscuridad de la incertidumbre no dejaba de cernirse sobre ella, mientras un manto de dolor y angustia se apoderaba de cada fibra de su ser. El sol había dejado de salir, sin ningún atisbo de esperanza de recuperarlo, dejando miseria y dolor a su paso.

En su pecho, el dolor había crecido de tal manera que no quedaba lugar para nada más. La conciencia de la verdad la partía en dos, y el dolor de su cuerpo no era nada comparado con aquel que sentía su alma.

Las marcas en su piel, que cada vez tardaban más en sanar, eran la única prueba de que su cuerpo seguía con vida. Más no su alma. Que había decidido abandonarla en el preciso instante en que Miguel le contó parte de la verdad. Lo que ella, en su momento, creyó como una mentira.

Su llanto resonaba por cada rincón de aquel sucio lugar, un alma en pena cuyo lamento podría desgarrar la tierra. ¿Quién diría que un demonio podría sentir tanto dolor? Aquellos que no conocen su verdadera naturaleza dirán que solo fingen. Pero tanto su cabeza como su corazón son similares a los de un humano, capaces de sentir amor, odio, tristeza y dolor. Mucho dolor.

Al principio le costó creerlo. Para ella era como un mal sueño, una vil mentira de alguien que no podía odiarla aún más. Era imposible que su gran amor y su hermosa niña hubiesen sido capturados.

Gabriel. Su gran amor, aquel ser tan valiente que con solo una mirada podía convencerla de que todo estaría bien, y que él se encargaría de resolver cualquier inconveniente o problema que se les presentase. Después de todo, fueron sus ojos, aquellos de un azul tan poderoso, los que la convencieron de traer a Lucinda a este mundo.

Era imposible que las torturas hubiesen surtido efecto en él; no podía creer que una traición tan impensable hubiera ocurrido.

—Tu amor se quebró, preciosa— Le había dicho Miguel, a un centímetro de su rostro—. Ella está en nuestro poder. Ahora nos pertenece y pronto podremos ver realizada la obra maestra de nuestro Gran Señor.

La escasa lejanía de sus cuerpos solo acrecentaba la repugnancia que Layla sentía por él. Un ser tan despreciable como traicionero, capaz de apuñalar por la espalda a un hermano leal.

—Lo que dices no es más que una simple mentira— pronunció Layla, de forma lenta y pausada. Las cadenas la habían acompañado desde la primera noche, marcando su piel con cardenales que no llegaban a sanar. Gotas de sangre manaban de sus muñecas y tobillos, dejando manchas oscuras en el suelo sucio.

—Puedes creer lo que quieras, dulzura— expresó Miguel, al tiempo que se ponía de pie. Layla le dirigía la mirada cargada de odio, sus ojos negros no le quitaban la vista de encima, jurándose así misma que el día de su venganza llegaría y no lo dejaría pasar.

Ella lo observaba, como un cazador en busca de su presa; podría ser ella la encadenada, pero intuía cuando alguien temía por su vida. El aroma del sudor corriendo por su cuerpo, la sangre palpitando en sus sienes, las pupilas dilatadas y el ligero temblor en sus manos, le decían que Miguel no estaba del todo seguro sobre aquella afirmación. Layla inclinaba la cabeza, con su cabello negro pegado a su frente, cubriendo la mitad de su rostro, siguiendo sus movimientos. Sin parpadear, con la vista fija en él, poniéndolo aún más nervioso.

La respiración de Miguel se iba acelerando, el aspecto tan salvaje de la mujer que él tanto anhelaba poseer lo enloquecía. Intentaba mantener la compostura, ignorarla, dejarla estar y torturarla lo necesario.

Solo debía seguir órdenes como todo buen soldado. Desde el momento en que fue creado, el amor que sentía hacía su Padre era innegable. Cada palabra que Él pronunciase, Miguel las oía con verdadero entusiasmo y fervor, siguiendo todas y cada una de sus enseñanzas. Él creía ser el favorito, aquel que cada día mostraba su devoción hacia su creador, esperando ganar algún tipo de reconocimiento.

Pero no fue así.

El Gran Señor había designado al ángel Gabriel como su protegido, aquel ser que cumpliría con sus encargos sin vacilar, aquel que seguiría sus enseñanzas al pie de la letra. Una orden suya debía ser acatada por toda la Corte de Ángeles y así fue. Ganándose la confianza de sus pares, Gabriel fue bendecido con la gracia de su señor, sin saber que ese sería el inicio del fin.

— No trates de usar tus trucos conmigo, demonio— Miguel quiso sonar contundente, sin lograrlo del todo. — Puedes dudar de mis palabras, eso lo sé. Pero no hay manera de que puedas evitar lo que se viene. La Estrella Oculta pronto se extinguirá y con ella despertará un gran poder.

Layla había enmudecido. La arruga plasmada en su frente y la repentina agitación en su pecho fueron seguidas por una leve exclamación de sorpresa. Algo en ella se removió, como un vago recuerdo buscando salir a la luz. No era la primera vez que oía hablar sobre la Estrella Oculta, de eso estaba segura, pero no lograba recordar el momento o el lugar de aquello.

Estaba segura de que se trataba de una vieja historia. Pero, ¿Qué relación podría tener una antigua leyenda con ella y su hija?

La incertidumbre en ella era evidente, y Miguel aprovechó el momento en que bajó su guardia para dar el último toque a su visita. Del bolsillo trasero de sus pantalones sacó un sobre marrón cuyo sello había sido roto con anterioridad.

— Una imagen vale más que mil palabras, dulzura— expresó aquel ángel, al tiempo que dejaba caer ante ella las fotos que contenían el sobre.— Y aquí tienes de sobra para creerme.

Layla dudó un instante en tomarlas, pero la curiosidad y un mal presentimiento le decían que debía verlas. A medida que las fotos iban pasando, el sudor frío recorría su espalda y su respiración se aceleraba. No daba crédito a lo que sus ojos veían, pero era innegable la verdad.

En cada imagen se veía a una muchacha en el centro de una sucia habitación, sin rastro de luz solar por ningún lado, encadenada a una silla, con su cabello negro ocultando la mitad de su rostro. Ella no podía reconocer el lugar, pero no dudaba de que aquella fuera su niña, pues los rasgos coincidían.




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