El brillo del amanecer era cálido, reconfortante. Poco a poco, los rayos del sol se filtraban por la ventana, anunciando la llegada de un nuevo día. ¿Sería un día agobiante, esperanzador? Quién sabe. Tal vez quería pensar que aún había lugar para esas emociones mientras observaba el mundo en silencio desde mi refugio.
El silencio... Algo que en otros tiempos habría considerado un alivio, pero ahora solo era un recordatorio de lo que habíamos perdido. Desde que esas cosas llegaron al mundo, producto de esa enfermedad maldita, el silencio había dejado de ser algo tranquilizador. Era un presagio, un vacío.
Aparté la mirada del paisaje desolador y comencé mi rutina matutina: preparar algo para desayunar y vestirme. Una monotonía que se había vuelto un ancla en este mundo caótico. Sin embargo, incluso estas actividades simples se sentían extrañas. Comer en absoluto silencio, sin el murmullo lejano de otras vidas, sin gritos desesperados que a veces rompían la calma.
Pero esa mañana fue diferente. Mientras organizaba mis pensamientos, un sonido inusual me sacó de mi trance: una radio. Una transmisión débil, apenas audible, proveniente de la calle. Me acerqué a la ventana, intrigado y extrañamente inquieto. Las voces pedían ayuda desesperadamente, acompañadas de instrucciones y una ubicación clara: el antiguo parque, ahora convertido en un bosque oscuro y retorcido.
"Debe ser una trampa", pensé al principio. Pero luego me vi considerando la posibilidad de que no lo fuera. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que perder? Decidí ir.
Me alisté con rapidez. Tomé mi vieja maleta, ese objeto indispensable en estos tiempos, y metí mi fiel MP3, que se había convertido en mi único escape. Luego, realicé el ritual que siempre me resultaba difícil, aunque ya casi automático: tomé las agujas y comencé a coserme la boca. Las primeras veces había dolido mucho, pero ahora los agujeros que me había hecho en los labios facilitaban el proceso. Era una precaución necesaria; las cosas que habitaban este mundo respondían al sonido, y el más leve ruido podía significar una sentencia de muerte.
Con mi reloj de mano ajustado y mi equipo listo, salí del refugio. Me detuve un instante frente a lo que alguna vez fue mi hogar. La nostalgia intentó atraparme, pero el miedo era más fuerte. La calle, que solía estar llena de risas, motores y vida, ahora estaba desolada, silenciosa como una tumba. En el cielo flotaban formas grotescas: ojos gigantes con tentáculos y criaturas deformes que alguna vez fueron humanas, caminando lentamente como sombras de lo que eran.
Caminé por el barrio en ruinas, avanzando con cautela. Cada paso era un recordatorio de lo frágil que se había vuelto la vida. No pasaron más que unos minutos, aunque parecieron horas, antes de llegar al bosque.
Ese lugar, que antes era un parque vibrante, se había transformado en un laberinto oscuro, lleno de árboles torcidos y sombras amenazantes. La luz del día apenas penetraba entre las ramas, y un aire pesado parecía envolverlo todo. Sin embargo, avancé. Cada crujido bajo mis pies era un desafío a mi propia calma, un recordatorio constante de que debía ser silencioso, absolutamente silencioso mientras me adentraba al bosque.