Un mundo sin palabras

El bosque

El bosque no siempre fue un bosque. Antes era un parque, un lugar lleno de vida donde los niños corrían, reían y dejaban volar su imaginación. Pero eso era antes. Antes de que el virus lo transformara todo. Ahora no quedaba nada de esa inocencia. Los niños, quienes alguna vez llenaron este lugar de risas, fueron los más propensos a infectarse. Ahora vagaban por las calles como espectros, criaturas sin alma, con garras deformes y sonrisas siniestras. No tenían ojos, solo vacíos negros donde alguna vez hubo luz. Sus cuerpos, desgarrados, llevaban las tripas expuestas como un recordatorio grotesco de lo que alguna vez fueron.
Mientras avanzaba por lo que quedaba del parque, esas imágenes se apoderaban de mi mente. Intenté apartarlas, pero no podía dejar de pensar en el dolor que habrían sentido al transformarse, en el horror que sus últimos momentos debieron haberles provocado.
El parque, si es que aún podía llamarse así, ahora estaba lleno de árboles deformes, infectados por el virus. Sus ramas eran como garras cubiertas de espinas, listas para desgarrar a cualquier desafortunado que se acercara demasiado y sea cortado por estas mismas. Incluso los pájaros no eran lo que solían ser; ahora eran bombas vivientes, criaturas que explotaban al menor ruido de escuchar una voz. Había que moverse con cuidado o eso pensaba.
Caminaba despacio, vigilando cada paso. De vez en cuando rompía una rama seca o lanzaba una piedra hacia los árboles para atraer a las aves infectadas y hacerlas estallar lejos de mí. Era grotescamente entretenido ver cómo esas pestes se destruían entre sí, pero no me permití bajar la guardia. Cada minuto que pasaba parecía una hora, y el bosque parecía interminable.
Entonces, algo rompió el silencio... Quejidos, llantos y... aullidos.
El sonido me congeló por un instante, pero mi curiosidad —o tal vez mi estupidez me empujó a avanzar hacia la fuente del ruido. Sabía que no era buena idea, pero no pude resistir. Me acerqué con cuidado, cada paso tenía un riesgo calculado. Lo que encontré me sorprendió.
Delante de mí, una figura se alzaba inmóvil: una niña, o tal vez una adolescente, era difícil de decir. Tenía el cabello blanco como la nieve, los ojos marrones vacíos de emoción y un vestido sencillo pero algo roto y descuidado que parecía fuera de lugar en medio de tanta podredumbre. Pero no estaba sola.
A sus pies había dos cuerpos. Un hombre y una mujer, o lo que quedaba de ellos, estaban siendo devorados por algo más pequeño: un niño. No debía tener más de ocho o nueve años, pero su cuerpo ya mostraba las marcas de la infección. Sus dedos eran garras afiladas, y sus dientes desgarraban carne como si estuviera poseída por una rabia inhumana. Cada mordisco arrancaba trozos de intestinos y piel; incluso los ojos de los cadáveres no estaban, signo de infección.
El asco me golpeó como una ola. Sentí que iba a vomitar, pero me obligué a mantener la calma. No podía permitirme el lujo de perder el control.
La niña, mientras tanto, no hacía nada. Solo observaba. Lágrimas caían por su rostro, pero su expresión era inexpresiva, casi como si no estuviera realmente allí. Me acerqué más, con pasos lentos y cuidadosos, tratando de no llamar la atención. Cuando estuve a su lado, noté: la boca de la niña también estaba cosida, igual que la mía, pero el hilo estaba fresco, empapado de sangre seca seguramente era recién el proceso de coser la boca.
Intenté sacarla de su trance. Haciendo lenguaje de señas, moví su hombro, le escribí una hoja al frente a sus ojos, pero nada funcionó. Finalmente, decidí tomarla de la mano. Revisé su cuerpo con cuidado, buscando señales de infección, pero no encontré nada evidente. Con una mirada, la cargué en mis brazos. Era ligera, como si el peso de su cuerpo se hubiera desvanecido junto con su voluntad. El grito llegó detrás de mí, un sonido desgarrador que me paralizó.

Los cadáveres que el niño había estado devorando comenzaron a moverse. Sus cuerpos se retorcían de forma antinatural mientras el virus los transformaba.

Sus miradas ahora completamente vacias , se clavaron en mí. Sin pensarlo dos veces, activé el MP3 que llevaba conmigo y lo lancé lejos. La música resonó en la distancia, atrayendo su atención. Aproveché el momento y corrí.
Cargue a la niña mientras intenta escapar. Mis piernas ardían, y cada paso parecía
un desafío a mi resistencia. Esquivaba árboles y evitaba las espinas infectadas, cuidando de no tropezar. A cada grito que
Escuchaba detrás de mí, la adrenalina me empujaba a seguir corriendo.
Cuando mis fuerzas comenzaron a fallar, una idea desesperada cruzó
mi mente. Me quité el reloj de la muñeca, activé la alarma y lo lancé lo más lejos posible. El sonido atrajo a las criaturas. Aproveché su distracción y corrí con todo lo que me quedaba, hasta que finalmente vi el borde del bosque.
Cruzarlo fue como regresar a la vida. Mis pulmones ardían, y las lágrimas corrían por mi rostro, mezcla de alivio y terror. Miré a la niña en mis brazos. No mostraba ninguna emoción, solo me observaba con sus ojos vacíos.
No tenía tiempo para pensar en lo que significaba. Solo sabía que tenía que llegar al refugio.



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En el texto hay: fantasia, misterio, amor

Editado: 20.12.2024

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