La pantalla del ordenador brillaba con la familiar monotonía del sistema de gestión. Samuel revisaba facturas con la precisión que lo caracterizaba, pasando cada monto al sistema con la velocidad de quien lleva años en eso y, para ser justos, disfruta del orden numérico más de lo que admitiría en una cena social.
La mañana transcurría tranquila. Demasiado tranquila, pensó justo cuando su teléfono interno sonó sobre el escritorio.
—¿Sí? —respondió, sin apartar la vista del monitor.
—Samuel, soy Ángela —dijo la recepcionista, con su tono siempre animado—. Tienes una visita.
Samuel alzó una ceja.
—¿Una visita? No espero a nadie.
—Me lo imaginé, pero créeme... no querrás perderte esto.
Samuel suspiró con resignación. ¿Quién podía ser? Sus padres no, eso seguro. Ángela los conocía bien, y además tenía instrucciones de dejarlos pasar sin previo aviso. Y no, ninguno de sus conocidos aparecería sin mandar mensaje antes. Eran adultos ocupados, y esa era la ley no escrita de los adultos ocupados.
—¿Te dijo su nombre? —preguntó, ya preparándose para rechazar a algún vendedor entusiasta.
—Su apellido es Montgomery —respondió Ángela.
Ah, claro. Jonathan.
—Hazlo pasar —dijo Samuel, y colgó.
Pasaron apenas dos minutos cuando se escucharon unos golpecitos suaves en la puerta. Samuel se levantó, abrió… y se encontró cara a cara con un enorme ramo de flores.
Bueno, técnicamente con Jonathan detrás del ramo, pero lo primero que vio fue ese estallido vegetal que parecía haber robado protagonismo en una telenovela.
¡Santo cielo!
Justo en ese momento, Greta Smith pasaba casualmente por el pasillo. Greta, con su blazer perfectamente planchado, su moño demasiado ajustado y su eterna taza que decía “La número 1” como si fuera una verdad universal. Greta, que vivía contando sobre su prometido perfecto, su anillo brillante como satélite y los desayunos gourmet que él le llevaba a la cama.
Y ahora, ahí estaba ella, presenciando cómo Samuel (el discreto, el reservado, el que jamás hablaba de su vida personal) recibía un ramo tan exuberante que parecía diseñado para provocar celos. Él no era una persona rencorosa, pero algo en su interior celebró esa imagen con champán y confeti.
—Hola —dijo Jonathan, asomando la cabeza entre las flores—. ¿Tienes un minuto?
Samuel, sin borrar su expresión impasible, lo tomó del brazo con naturalidad, lo hizo entrar en la oficina y cerró la puerta. Luego giró con toda calma hacia las persianas de la ventana que daba al pasillo… y las cerró. No porque fuera tímido. Sino porque eso, eso era espectáculo. Y él estaba dispuesto a dar que hablar.
Jonathan se quedó de pie con el ramo, como si estuviera a punto de declarar algo importante en una ceremonia.
—¿Qué estás tramando? —preguntó Samuel, cruzándose de brazos, aunque se le escapó una sonrisa divertida.
—¿Tramar? Nada. Solo investigué un poco sobre flores y descubrí que algunas dicen más que las palabras.
Samuel alzó una ceja.
—¿Esto es parte de tu plan de conquista?
Jonathan sonrió con aire de “culpable, pero encantador”, ese que probablemente le había funcionado desde que tenía cinco años y convencía a las maestras de que el crayón en la pared no era obra suya. Extendió el ramo con ambas manos, como si entregara una ofrenda sagrada.
—Camelias blancas. Significan amor puro y devoción —dijo con solemnidad, aunque le brillaban los ojos con picardía—. Quiero que sepas que te admiro profundamente, y te respeto lo suficiente como para ofrecerte lo mejor de mí.
Samuel lo miró. Luego al ramo. Luego a Jonathan otra vez, como si intentara decidir si era una declaración romántica o un segmento olvidado de una comedia romántica de los noventa.
—Esto es excesivo.
—Lo sé —asintió Jonathan, sin pizca de arrepentimiento—. Pero Samuel Halston no merece un ramo pequeñito e insulso. Merece algo enorme, que apenas quepa en su escritorio.
Samuel no supo si reír o suspirar. Así que hizo ambas cosas, lo que le salió como un bufido elegante. Tomó el ramo con un cuidado casi reverente (porque había que admitir que era realmente hermoso), fue hasta su escritorio, lo apoyó y se volvió hacia él.
—Estás yendo demasiado lejos por querer pasar un rato conmigo.
Jonathan se encogió de hombros con inocencia exagerada, luego dio un paso más y murmuró:
—Si por un rato te refieres a toda la vida juntos… sí, estoy yendo lejos. Aunque aún puedo ir más lejos.
Samuel lo miró, entre resignado y divertido, luchando contra la sonrisa que amenazaba con escaparse. De pronto, Jonathan frunció el ceño como si acabara de notar algo importantísimo.
—No sabía que usabas gafas.
—Hay tanto que no sabes de mí, cariño —respondió Samuel, en broma—. Solo las uso en el trabajo o en casa para leer.
—Te quedan muy bien. —Jonathan lo miró como si fuera una revelación divina.