Un océano de dudas

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Craig

Limpio el vaho que se ha formado en el espejo y contemplo mi reflejo, satisfecho de mí mismo. Mis profundos ojos azules, mi cabello rubio y mi perfecto bronceado consiguen que todas las chicas caigan rendidas a mis pies. Mi buena fisonomía, que me encargo de cuidar con especial esmero, es un plus añadido. Acaricio mi barbilla y decido que la barba de cuatro días me sienta bien.

Un golpe en la puerta me hace volver a la realidad.

—¡Craig! Sal de una puñetera vez —exige mi hermano pequeño, quien parece tener algo de prisa.

Abro la puerta con una toalla enroscada en la cintura y sonrío a Flynn. Su expresivo rostro me mira con cara de pocos amigos.

—Parece que alguien se ha levantado hoy con el pie izquierdo —suelto con ironía, echándome a un lado y dejándole pasar. Sube la tapa del váter, algo que Alice nos ha grabado a fuego de tanto repetirlo y sus músculos comienzan a relajarse.

—Tú también estarías de mal humor si yo siempre ocupara el baño durante horas como haces tú —me responde molesto—. A veces me pregunto si no serás una nenaza —Flynn dice esta última palabra observándome.

Me aplico mi crema facial y antes de que salga del baño, le azoto con la toalla mojada, algo que odia sobremanera. Tanto como que le revuelvan su cabello pajizo. A veces, nuestra madre le hace algún que otro arrumaco y es que su rostro aniñado y angelical, falto de acné, no haría pensar que tiene diecisiete recién cumplidos.

Me pongo el vaquero azul oscuro y la camisa blanca que sé que más resaltan mi figura. Me echo un par de gotas de colonia en el cuello, cojo las llaves de casa y, antes de salir, me despido de todos.

—Me voy. Volveré pronto. Hasta luego. —Una promesa que la mitad de las veces no cumplo.

Son las siete de la tarde y me dirijo al centro. Melbourne es una ciudad al modelo de las inglesas, donde se cena a las seis y se sale de fiesta hasta las dos de la mañana cuando cierran todos los clubs.

He quedado con Liam, mi mejor amigo. Garrett y Ryan se unirán algo más tarde. Liam es igual de alto que yo y su pelo alborotado y su mirada traviesa, que parece ocultar siempre algún secreto, unidas a su simpatía hacen de él el mejor colega para salir de ligoteo. Él allana el terreno y yo hago el resto.

Lo primero que hacemos es saludarnos y darnos un abrazo. No nos hemos visto en toda la semana. Él estudia Publicidad, de ahí su labia con las chicas, y yo trabajo como mecánico en un taller. Yo era un niño de esos a los que se les daba bien estudiar, pero no encontré algo que me motivara lo suficiente. Desde pequeño, siempre me gustaron los coches por lo que era inevitable que terminara trabajando con ellos.

Vamos a la barra del bar, que a esta hora está atestada de críos, y pedimos unos chupitos para ir entonando. El alto volumen de la música hace que resulte imposible hablar. Adolescentes de todas las edades forman un gran bullicio, subiendo la voz por momentos, para tratar de escucharse.

Como en un ritual de cortejo y apareamiento, las chicas llevan capas y más capas de maquillaje —dando a veces la apariencia de aborígenes— y ropa una talla más pequeña para atraer la atención de algún macho alfa. Los chicos son un reclamo de poder y dinero con sus relojes y ropas de marca. Transmiten seguridad y confianza. El dinero no es un problema.

Liam y yo siempre procuramos irnos al mismo tiempo. Mi coche, un Jeep Wrangler, que he comprado con mis ahorros, permanece guardado en la cochera. Él tiene un Volkswagen que perteneció a su padre y, por lo tanto, tiene unos cuantos añitos. Es por eso que siempre vamos en el coche de él. Por otro lado, está el tema del espacio propio. Los padres de Liam se han trasladado a vivir a cincuenta kilómetros de la ciudad por lo que han tenido que alquilar un pequeño estudio para él, mientras que estudia en la facultad. Las cajas inundan cada rincón de la estancia.

Hemos entablado conversación con dos chicas. Se les ve fuera de lugar en medio del local. Se nota a la legua que no son de aquí. Liam atraviesa fuego enemigo y descubre que son americanas. Pronto, hablamos de lo que les ha traído aquí. Unas merecidas vacaciones después de su curso de preparatoria antes de empezar la universidad. Van a ir a Stanford. Sé que es una buena facultad, pero Liam me revela que es la segunda más importante de todo Estados Unidos. Hemos dado con unas cerebritos.

No tardamos demasiado en invitarles al estudio de Liam. Él sube con Rachel, una chica de cabello largo y castaño, con unas enormes cejas que no restan belleza a su rostro. Yo me quedo en el coche con su prima. Una joven de pelo castaño con mechas rubias, cuyos ojos verdes me han hipnotizado durante toda la noche. Soy malísimo para los nombres, pero el suyo es muy poco corriente. Winnifred, aunque todo el mundo la llama por el diminutivo. Fred.

La situación en el vehículo se hace algo tensa. Enciendo la radio y suena una canción de Muse. Le pregunto si le gusta. Asiente sin más. El pequeño habitáculo hace de la situación algo sucio y excitante que, por lo general, suele gustar a las chicas. Después de unos segundos de silencio en que ambos miramos al horizonte, me abalanzo sobre ella, pero Fred me empuja a un lado.

—¿Qué te ocurre? ¿No quieres hacerlo? —le pregunto sin miramientos—. El piso de mi amigo solo tiene una habitación. Pensé que sería algo raro para los cuatro —le explico alegando que no hay otro sitio donde podamos ir.

—Debería irme. Esto ha sido una mala idea —me confiesa avergonzada, evitando cruzarse con mi mirada. Abre la puerta para apearse, pero la sujeto del brazo.

—¿Adónde vas? —cuestiono su actitud. Ella me mira extrañada.

—Creo que acabo de dejarlo claro. Me marcho —responde a la defensiva—. ¿No creerás que voy a irme a tu casa?

—Estoy seguro de que no. Mis padres no te caerían bien y mi hermano está pasando por la edad del pavo —me burlo de ella. Fred se muestra sorprendida. Nunca se habría imaginado que yo, con aire tan independiente fuera en realidad tan hogareño—. Sube, por favor. Te llevaré a donde quieras. —Fred se lo piensa durante un instante y termina aceptando.




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