Un Papa en Apuros ¿en busca de una Niñera?

CAPITULO 2

MILENA

Intento concentrarme en las clases, pero mi mente divaga una y otra vez en los recuerdos que me atormentan. Ya llevaba un año desde que regresé a mi país natal, y aún así, el pasado parecía seguirme como una sombra que se negaba a soltarme. Un dolor de cabeza punzante se instala en mi sien, cada vez más intenso, acompañado de una sensación extraña, como si una parte de mi memoria intentara aflorar sin éxito.

Levanto la mano con discreción y le pido permiso al maestro para ir a la farmacia. Me concede la salida con un ademán rápido y, sin pensarlo dos veces, recojo mis cosas y me encamino hacia el establecimiento más cercano. Pido un analgésico y lo tomo de inmediato con un sorbo de agua. Luego, decido pasar al baño de mujeres. Frente al espejo, mis ojos reflejan el cansancio de los últimos días: rojos, irritados y con rastros de insomnio. Me enjuago la cara con agua fría y respiro hondo. Siento que cada vez que estos dolores me asaltan, vienen acompañados de imágenes difusas, recuerdos fragmentados que no logro situar en mi vida.

Chasqueo la lengua y me obligo a concentrarme. Esta maestría es crucial para mi futuro, no puedo darme el lujo de distraerme. Necesito, además, encontrar un trabajo de medio tiempo, algo estable que me ayude a costear mis estudios y los medicamentos de mi abuela. Sus necesidades médicas son prioritarias, aunque ella tenga un seguro medico, no obstante algunos tratamientos no las tiene, por otro lado, sus dolores se han intensificado con el tiempo.

Regreso al aula y me esfuerzo por seguir el ritmo de la clase. Las horas pasan rápido y, al finalizar, ajusto mi bolso sobre el hombro y salgo del edificio. Me dirijo al metro, coloco mis audífonos y dejo que la música amortigüe el bullicio de la ciudad. A través de la ventana, observo las calles en reparación. Están construyendo un puente para evitar inundaciones durante la temporada de lluvias. Un suspiro escapa de mis labios. Hay tantas cosas que cambian y, sin embargo, hay otras que parecen permanecer inamovibles, como el vacío dentro de mí.

Al llegar a casa, empujo la puerta con suavidad y encuentro a mi abuela sentada en su sillón favorito, con la Biblia abierta sobre su regazo.

—Hola, buenas tardes, abuelita Lupita.

—Buenas tardes, Lena. ¿Cómo fue tu día, cariño?

—Normal, como todos los días —respondo con un suspiro antes de servirme un vaso de agua y sentarme a su lado.

Ella se quita los lentes y acaricia mi mano con ternura.

—¿Cómo te has sentido?

—Estos días me ha dolido mucho la cabeza. No sé por qué, nunca se me quita.

—Con el tiempo sanarás, cariño.

—¿Tú crees?

—Claro que sí.

Dudo por un instante antes de soltar la pregunta que siempre me ronda la mente.

—Abuelita, ¿por qué no recuerdo mi niñez ni mi adolescencia? No tengo memorias o creo que si.

Ella suspira y sus ojos se oscurecen con un dejo de melancolía.

—Cuando eras más joven, estuviste viviendo fuera del país y sufriste un accidente. Tal vez por eso no recuerdas.

Frunzo el ceño, intentando aferrar un fragmento de aquel supuesto accidente, pero nada viene a mi mente.

—Bueno, no lo recuerdo muy bien que digamos. En fin, necesito conseguir un trabajo de medio tiempo antes de regresar a Manhattan, la maestría será solo los sábados.

—¿Quieres regresar?

—Sí. No sé por qué, pero aquí no me siento bien.

Mi abuela me observa con comprensión y luego sonríe con dulzura.

—Tranquila, Dios te guiará. Ojalá encuentres pronto un buen trabajo. Mira, estaba leyendo sobre la vida de Jesús al nacer. ¿Quieres que te cuente?

—Me encantaría. Gracias.

Después de escucharla leer un pasaje de San Mateo, me siento más tranquila. Me retiro a mi pequeño cuarto y me detengo frente al espejo. Paso los dedos por mi frente y, por un instante, noto una pequeña cicatriz sobre mi cabeza. Instintivamente, la cubro con el cabello y sonrío de lado antes de soltar un suspiro y dirigirme al baño. Una ducha caliente me ayuda a relajarme. Al salir, me pongo un short y una camiseta cómoda, luego enciendo la laptop y comienzo a buscar empleo.

Reviso anuncios de trabajos como maestra, pero sin un título aún, las opciones son limitadas. Me detengo en una publicación de un cafetín que busca empleados. Aunque no soy torpe, el fuego me da cierto miedo. A pesar de ello, siempre me ha gustado la cocina y preparar postres. Quizá sea una opción. Anoto algunos números en una libreta y, cuando me siento agotada, cierro la laptop.

Tomo mi teléfono y me pierdo en las redes sociales, viendo publicaciones de artistas hasta que el sueño me vence. Sin cenar y con la luz apagada, dejo que la noche me envuelva en su abrazo silencioso.

***

Por la mañana, desperté con el aroma del café y el pan tostado impregnando el aire. Me desperecé lentamente antes de levantarme, con el cuerpo aún perezoso por el sueño. Caminé descalza hasta la cocina y allí estaba mi abuelita, como todas las mañanas, preparando el desayuno con esa calma que la caracterizaba. Me acerqué y le di un beso en la mejilla, sintiendo su piel cálida y suave.

—Buenos días, abuelita.

Ella me sonrió con ternura mientras removía los huevos en el sartén.

—Buenos días, mi amor. ¿Dormiste bien?— moví la cabeza con un leve asentimiento.

Abrí la puerta de la refrigeradora y saqué un vaso de jugo. Me senté en la mesa y la observé en silencio por un momento. No podía evitar sentirme mal por ella; todas las mañanas estaba despierta desde temprano, ocupándose de la casa, de la comida, de mí.

—Abuela, ¿descansaste bien anoche?

—Sí, cariño, no te preocupes.

—Me hubieras dejado a mí preparar el desayuno.

—Pero si me gusta hacerlo —dijo con una sonrisa serena—. Me he acostumbrado, no me gusta estar sin hacer nada.

Suspiré y bajé la mirada al vaso entre mis manos.

—Me da mucha pena contigo, abuelita. Voy a buscar trabajo. He estado revisando algunos contactos, a ver si me sirve de algo.




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