Un Papa en Apuros ¿en busca de una Niñera?

CAPITULO 11

MILENA

Después de dejar a los niños en la escuela, me quedé unos segundos observándolos desde la distancia. Jade, con su expresión tranquila y dulce, se despidió de mí con una sonrisa serena antes de entrar al aula. En cambio, Jared fruncía el ceño con evidente molestia, cruzando los brazos en señal de protesta. Me pregunto si siempre esta de gruñón por las mañanas, se que en estos tres meses que me quedaré cuidándolos, podria cambiar su actitud, algo me dice que solo es una forma de llamar la atención de su padre. Es un niño que busca desesperadamente amor y, sobre todo, afecto maternal.

Aún no he tenido el valor de preguntarle a Jade sobre su madre. Algo en mí siente que no es correcto ser tan meticulosa con ese tema, aunque no puedo evitar preguntarme por qué no está con ellos cuando más la necesitan. Se nota que la extrañan demasiado. Es evidente en la forma en que buscan cualquier tipo de cariño, en la manera en que sus ojos se iluminan al recibir un poco de atención. Me intriga saber más, pero al mismo tiempo, me avergüenza mi propia curiosidad.

Su padre tuvo que recurrir a mi abuela Lupita para que los cuidara cuando esta su padre con ellos. Me sorprende que nunca antes le haya preguntado a mi abuela sobre sus antiguos jefes, pero ahora la curiosidad me corroe. ¿Qué clase de persona es realmente el señor Derek? ¿Por qué parece haber tantas incógnitas alrededor de esta familia?

Con esos pensamientos en mente, bajé del metro y me dirigí a la residencia donde vivían. Al llegar, le di al portero la dirección y el nombre del señor Derek. Me permitió pasar sin problemas, y en cuanto crucé la entrada, sentí una sensación de calma. El ambiente era acogedor, con hileras de plantas adornando el camino y una brisa suave que aliviaba el calor de la tarde.

Era un barrio tranquilo, aunque lleno de movimiento. A ambos lados de la calle, pequeñas tiendas de ropa, supermercados y hasta un banco formaban parte de la residencia. Me detuve en una gran pulpería a comprar algunos ingredientes para el almuerzo de los niños. Recordando que el pollo era su favorito, compré tres libras, junto con lechugas y algunas especias.

Cuando llegué a la casa, mi instinto me hizo observar a mi alrededor. Un vecino me miraba con insistencia desde el otro lado de la calle. Al notar mi mirada, arqueó las cejas y, sin previo aviso, me habló:

—Hola, mucho gusto.

Me tomó por sorpresa, pero respondí con educación, bajando la cabeza ligeramente.

—Hola, mucho gusto.

—¿Y Ana?

Fruncí el ceño.

—¿Ana? ¿Quién es Ana?

—Eres nueva.

—Sí. ¿Sucede algo?

El hombre sonrió de lado, inclinando la cabeza.

—No, nada. Es solo que… es muy linda usted, señorita.

Me tensé al instante.

—Gracias —respondí, incómoda.

Pero su siguiente comentario me hizo sentir molesta.

—Bienvenida a la casa del terror.

—¿Al terror? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Sí, esos niños son un terror. Ana lo decía. Estar en esta casa era un infierno.

—Tal vez no era una mujer paciente, por eso le parecía un infierno.

—Sí eso debe ser, preciosa.

Mi incomodidad creció. ¿Quién era esa tal Ana? ¿Una niñera anterior? Seguramente.

—Podemos charlar un rato. Quizás podemos ser amigos.

—Lo siento, señor, pero vine a esta casa a trabajar, no a conversar con los vecinos. Que tenga buen día.

Dicho eso, negué con la cabeza y entré a la casa, cerrando la puerta tras de mí. Instintivamente miré por la ventanilla de cristal. El hombre seguía ahí, sonriendo y rascándose la cabeza antes de entrar a la casa de enfrente.

Solté un suspiro y me encogí de hombros. ¿Por qué hablaba con tanta confianza sobre ese señor? Algo en su actitud me inquietó, pero decidí ignorarlo por el momento.

Sacudí la cabeza y me concentré en la cocina. Lo primero que hice fue prender la estufa con cierta cautela. No me gustaba cocinar con fuego abierto, me ponía nerviosa, pero no tenía alternativa. Solté un bufido y coloqué un perol con un poco de aceite. Mientras el aceite se calentaba, lavé el arroz y piqué cebolla y pimiento.

Una vez que el aceite estuvo listo, añadí los vegetales y los dejé sofreír. Luego, eché un poco de agua tibia, tapé la olla y pasé a preparar el pollo. Le quité toda la grasa, lo envolví en una bolsita y lo guardé en la nevera para congelarlo.

Suspiré aliviada cuando todo pareció estar en orden. Fui a la habitación donde me estaba quedando y eché un vistazo. Estaba limpia, pero decidí pasar el lampazo para asegurarme de que todo estuviera impecable. Mientras guardaba las pocas cosas que había traído, una pequeña cadena con una cruz captó mi atención. La sostuve entre mis dedos, sintiendo un escalofrío recorrerme el cuerpo.

De repente, un mareo me golpeó con fuerza. Mi visión se tornó borrosa y mi cuerpo se tambaleó. Me llevé una mano a la frente, tratando de estabilizarme.

—¿Qué… qué me pasa? —murmuré, sintiendo cómo la respiración se me entrecortaba.

Me aferré al marco de la cama, tratando de recomponerme. El aroma a comida quemada me sacó de mi aturdimiento.

—¡No, la comida!

Corrí hacia la cocina, pero en mi desesperación, olvidé tomar un trapo para sujetar la olla caliente. Al instante, un dolor punzante me recorrió la mano.

—¡Maldita sea! —solté exasperada, sintiendo la quemadura arder en mi piel.

Apagué la estufa de inmediato, maldiciendo entre dientes. Pero al darme cuenta de lo que estaba diciendo, me tapé la boca con ambas manos.

—Si mi abuela me hubiera escuchado… Sin duda me reprenderia por mi boca sucia.

Miré el desastre ante mí. El arroz estaba algo chamuscado, aunque no completamente perdido. El pollo aún no lo había cocinado, así que por lo menos eso se había salvado.

Suspiré, frustrada. Solo me había ausentado unos minutos y ya había arruinado el almuerzo.

Me apoyé en la encimera, intentando calmarme. ¿Por qué me había sentido tan mal de repente? ¿Sería el estrés? O… ¿acaso esa cadena tenía algo?




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